sábado, 20 de diciembre de 2008

John Kenneth Galbraith

John Kenneth Galbraith

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John Kenneth Galbraith
John Kenneth Galbraith (Ontario, Canadá, 15 de octubre de 1908 - Cambridge, Massachusetts, Estados Unidos, 29 de abril de 2006) fue un economista estadounidense de origen canadiense.

Galbraith no responde al estereotipo de economista norteamericano, por sus ideas iconoclastas sobre la economía y prácticas de sus pares. Su mayor preocupación no era el análisis econométrico o teoría económica, sino analizar las consecuencias de la política económica en la sociedad y la economía política, en una forma accesible y eliminando gran parte del tecnicismo utilizado por los economistas.

Autor de numerosos libros y artículos, fue profesor de la Universidad de Harvard desde 1949. De 1961 a 1963 fue embajador en India. Su obra incluye elementos del institucionalismo crítico, pues da un papel central a las instituciones y, en particular, a las organizaciones industriales con una política económica propia del keynesiano más progresista.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Galbraith trabajó en la Oficina de Administración de Precios. Después de la guerra se le encargó el estudio sobre bombardeos estratégicos de los Estados Unidos y sus aliados, concluyendo que los bombardeos no acortaron la guerra, declaración que le costó enemistades con algunos altos cargos de la administración. Posteriormente, se hizo consejero de las administraciones de posguerra en Alemania y Japón.

En 1949, Galbraith fue nombrado profesor de economía en Harvard. Fue también editor de la revista Fortune.

Lo principal de su obra se puede ejemplificar en su famosa y clásica trilogía. En su primera gran obra, Capitalismo americano, (American Capitalism: The concept of countervailing power, 1952) señala que las grandes corporaciones han desplazado a las pequeñas o negocios de carácter familar, y, como consecuencia, los modelos de competencia perfecta no pueden ser aplicados en la economía de EE.UU. Una forma para contrarrestar ese poder, según Galbraith, es el surgimiento de grandes sindicatos. En La sociedad opulenta (The Affluent Society, 1958), contrasta la opulencia del sector privado con la avaricia del sector público. Con ello demuestra que EE. UU., en los años cincuenta, era el ejemplo de un país con una economía en crecimiento, pero que en su interior existían grandes desigualdades sociales. Finalmente, en El nuevo Estado industrial (The New Industrial State, 1967) señala que las grandes corporaciones (como la General Motors) dominan el mercado de EE.UU. Esto, como resultado de su gran crecimiento productivo y el nivel en sus operaciones, que les permite controlar sus mercados.

Amigo del ex presidente John F. Kennedy, fue nombrado embajador de los Estados Unidos en India, de 1961 a 1963. Allí intentó ayudar al gobierno indio a desarrollar su economía. Durante su estancia, procuró ayuda también a uno de los primeros departamentos de ciencias de la informática, el Instituto Indio de Tecnología en Kanpur, Uttar Pradesh.

Su hijo James K. Galbraith también es un destacado economista.



Bibliografía (parcial) [editar]

  • Modern Competition and Business Policy, 1938.
  • A Theory of Price Control, 1952.
  • American Capitalism: The concept of countervailing power, 1952 (en español El capitalismo americano).
  • The Great Crash, 1929, 1954 (en español El crack del 29).
  • The Affluent Society, 1958 (en español La sociedad opulenta).
  • The Liberal Hour, 1960.
  • The New Industrial State, 1967 (en español El nuevo estado industrial).
  • The Triumph (novela), 1968. (en español El triunfo).
  • Ambassador's Journal, 1969.
  • Economics, Peace and Laughter, 1972.
  • Power and the Useful Economist, 1973.
  • Economics and the Public Purpose, 1973.
  • Money, 1975.
  • The Age of Uncertainty (se convirtió en una serie de 13 capítulos de la BBC), 1977.
  • Annals of an Abiding Liberal, 1979.
  • A Life in Our Times, 1981 (en español Memorias. Una vida de nuestro tiempo, 1982).
  • A Tenured Professor, 1990.
  • A Journey Through Economic Time, 1994.
  • A short history of financial euphoria, 1994.
  • The Good Society: the humane agenda, 1996.
  • The Economics of Innocent Fraud, 2004.
  • The Nature of Mass Poverty.
  • Money: When It Came, Where It Went.


Bibliografía en español [editar]

  • La era de la incertidumbre (1981)
  • Breve historia de la euforia financiera (1993)
  • Un viaje por la economía de nuestro tiempo (1994)
  • Historia de la economía (1998)
  • La cultura de la satisfacción (2000)
  • Introducción a la economía: Una guía para todos (2001)
  • La economía del fraude inocente: La verdad de nuestro tiempo (2004)
  • Con nombre propio: De Franklin D. Roosevelt en adelante (2004)
-El capitalismo americano. -El crack del 29. -La sociedad opulenta. -El nuevo estado industrial. -El triunfo. -Dinero. -Una vida de nuestro tiempo. -La era de la incertidumbre. -Breve historia de la euforia financiera -La pobreza de las masas. -Historia de la economía. -La cultura de la satisfacción.



Enlaces externos [editar]

Wikiquote




GALBRAITH, J.K. (1992): LA CULTURA DE LA SATISFACCIÓN. 3ª ed.,

Ariel, Barcelona.



Cap. 2. El carácter social de la satisfacción. Una visión de conjunto.



En Estados Unidos, en años recientes, se ha prestado una atención muy pertinente en la

expresión literaria y política a la decepcionante cantidad de individuos y familias que son

muy pobres. En 1989, el 12,8 % de la población del país, jóvenes y viejos, vivía por debajo

del nivel de pobreza de 12.674 dólares por familia de cuatro miembros, perteneciendo la

mayoría de esas familias a grupos minoritarios. Hay graves problemas sociales, de

cumplimiento de la ley, de drogas, de vivienda y de salud que se derivan de la

concentración de estos desdichados en los centros urbanos y, aunque menos visiblemente,

en las zonas mineras, industriales y agrícolas en decadencia o difuntas, sobre todo en la

meseta de los Apalaches, la otrora populosa cordillera próxima al litoral oriental del país.

El número mucho mayor de norteamericanos que viven bastante por encima del nivel de

pobreza, y el número considerable de los que viven en un relativo bienestar, han

provocado, por otra parte, muchos menos comentarios. Así, en 1988, el 1 % formado por

los grupos familiares más ricos tuvo una renta media anual de 617.000 dólares y controló

el 13,5 % de los ingresos antes de impuestos, y un 20 % vivió en condiciones de cierto

desahogo con unos ingresos de al menos 50.000 dólares al año. Les correspondió el 51,8 %

de la renta total antes de impuestos.1



Esta última renta, o gran parte de ella, está a su vez relativamente garantizada por una

serie de refuerzos públicos y privados: fondos de pensiones, Seguridad Social, servicios

médicos con apoyo y patrocinio público y privado, sostenimiento de las rentas agrarias y

carísimas garantías frente a la quiebra de las instituciones financieras, los bancos y las

ahora tan famosas cajas de ahorro.

El papel sustancial del Estado en la subvención de este bienestar merece algo más que

un comentario de pasada. Cuando se trata de los empobrecidos (punto sobre el que

volveré), la ayuda y el subsidio del gobierno resultan sumamente sospechosos en cuanto a

su necesidad y a la eficacia de su administración a causa de sus efectos adversos sobre la

moral y el espíritu de trabajo. Esto no reza, sin embargo, en el caso del apoyo público a

quienes gozan de un relativo bienestar. No se considera que perjudiquen al ciudadano las

pensiones de la Seguridad Social presentes o futuras, ni como depositante, el que se le

salve de la quiebra a un banco. Los relativamente opulentos pueden soportar los efectos

morales adversos de los subsidios y ayudas del gobierno; pero los pobres no.

En el pasado, los afortunados económica y socialmente eran, corno sabemos, una

pequeña minoría, un pequeño grupúsculo que dominaba y gobernaba. Hoy representan una

mayoría aunque, como ya se ha dicho, una mayoría no de todos los ciudadanos sino de los

que realmente votan. Es preciso y oportuno hacer mención a los que se hallan en esa

situación y que responden en las urnas. Les llamaremos la Mayoría Satisfecha, la Mayoría

Electoral Satisfecha o, en una visión más amplia, la Cultura de la Satisfacción. Hay que

insistir, porque es así, en que esto no significa que sean una mayoría de todos los que

tienen derecho a votar. Gobiernan bajo el cómodo abrigo de la democracia, una



1 Estas cifras sólo las redujeron muy modestamente los impuestos. La cuota después de impuestos del 1 % superior fue

el 12,8 %; la de los de 50.000 dólares el 49,8 %. Véase el Greenbook del Committee on Ways and Means de la Cámara

de Representantes de Estados Unidos, pp. 1308-1309.



Lecturas.

2

democracia en la que no participan los menos afortunados. Tampoco significa (un punto

importantísimo) que por estar satisfechos se estén callados. Pueden estar, como ahora,

cuando este libro va a imprimirse, muy enfadados y expresivos respecto a lo que parece

perturbar su estado de autosatisfacción.

Aunque la renta defina, en términos generales, a la mayoría satisfecha, nadie debería

suponer que esa mayoría sea profesional o socialmente homogénea. Incluye a las personas

que dirigen las grandes empresas financieras e industriales y a sus mandos medios y

superiores, a los hombres y mujeres de negocios independientes y a los empleados

subalternos cuyos ingresos estén más o menos garantizados. También incluye a la

importante población (abogados, médicos, ingenieros científicos, contables y muchos

otros, sin excluir a periodistas y profesores) que forma la moderna clase profesional.

Asimismo hay un número apreciable, aunque decreciente, de quienes eran llamados en

otros tiempos proletarios, los individuos con oficios diversos cuyos salarios se ven hoy,

con cierta frecuencia, complementados por los de una esposa diligente. A ellos, como a

otros de familias con salarios dobles, la vida les resulta razonablemente segura.

Están además los agricultores que, aunque fuesen en otros tiempos una comunidad muy

descontenta, están hoy, si cuentan con el soporte del apoyo gubernamental a los precios,

muy bien remunerados.2 También en este caso predomina, aunque no sea universal, un

sentimiento de satisfacción. Están, por último, y su número crece con rapidez, los ancianos

que viven de jubilaciones o de otras asignaciones, quienes disponen, para los años que les

quedan de vida, de una provisión financiera adecuada o, en ciertos casos, abundante.

Nada de esto sugiere la ausencia de una constante aspiración personal ni la unanimidad

de la opinión política. A muchos que les va bien, quieren que les vaya mejor. Muchos que

tienen suficiente, desean tener más. Muchos que viven con desahogo, se oponen

enérgicamente a lo que pueda poner en peligro su comodidad. Lo importante es que no hay

dudas personales sobre su situación actual. La mayoría sa tisfecha considera que el futuro

está efectivamente sometido a su control personal. Sus iras sólo se hacen patentes -y

pueden llegar a serio mucho, ciertamentecuando hay una amenaza o posible amenaza a su

bienestar presente y futuro; cuando el gobierno y los que parecen tener menos méritos,

impiden que se satisfagan sus necesidades o exigencias, o amenazan con hacerlo. Y en

especial, si tal acción implica mayores impuestos.

En cuanto a la actitud política, hay una minoría, nada pequeña en número, a la que le

preocupa, por encima de su satisfacción personal, la situación de los que no participan del

relativo bienestar. 0 que ve los peligros más lejanos que acarreará el concentrarse en la

comodidad individual a corto plazo. El idealismo y la previsión no han muerto; por el

contrario, su expresión es la forma más acreditada de discurso social. Aunque el interés

propio actúe a menudo, como ya veremos, bajo una cobertura formal de preocupación

social, gran parte de la preocupación social tiene una motivación auténtica y generosa.

Sin embargo, el propio interés es, naturalmente, el impulso dominante de la mayoría

satisfecha, lo que en realidad la controla. Esto resulta evidente cuando el tema es una

intervención pública en beneficio de los que no pertenecen a esa mayoría electoral. Para

que esta medida sea eficaz ha de sufragarse indefectiblemente con dinero público. En

consecuencia, se la hace objeto de un ataque sistemático basado en elevados principios,

aunque su falsedad resulte a veces bastante visible. Volveremos sobre ello.



2 «La renta media en 1988 de los hogares de productores agrícolas fue de 33.535 dólares frente a los 34.017 dólares de

todos los hogares norteamericanos. Pero el 5 % de los hogares de productores agrícolas tenía rentas superiores a los

100.000 dólares frente al 3,2 % de todos los hogares estadounidenses.» Agriculture Income and Finance: Situation and

Outlook Report (Washington, D.C.: U.S. Department of Agriculture Economic Research Service, mayo 1990), p. 26.



Lecturas.

3

La actuación del gobierno de Estados Unidos tanto en política nacional como exterior

ha recibido muchas criticas en el pasado reciente. Esta actuación deficiente se ha atribuido

en gran medida a la incapacidad, la incompetencia o la conducta perversa en general de

políticos y dirigentes concretos. Se ha mencionado mucho a ese respecto al señor Reagan y

su ya admitida despreocupación intelectual y administrativa, y al señor Bush, con su amor

a los viajes y su fe en la oratoria como instrumento primordial de actuación interna.

Se ha criticado de forma similar a dirigentes y miembros del Congreso y, aunque con

menos estridencia, a los gobernadores y otros políticos de todo el país.

Esta crítica, o gran parte de ella, es errónea o, en el mejor de los casos, políticamente

superficial. El gobierno de Estados Unidos ha sido en años recientes un reflejo válido de

las preferencias económicas y sociales de la mayoría de los votantes: la mayoría electoral.

Hay que decir y destacar en defensa de Ronald Reagan y George Bush como presidentes,

que ambos fueron, o son, fieles representantes del electorado que los eligió. Atribuimos a

los políticos lo que debería atribuirse a la comunidad a la que sirven.

La primera característica, y la más generalizada, de la mayoría satisfecha es su

afirmación de que los que la componen están recibiendo lo que se merecen en justicia. Lo

que sus miembros individuales aspiran a tener y disfrutar es el producto de su esfuerzo, su

inteligencia y su virtud personales. La buena fortuna se gana o es recompensa al mérito y,

en consecuencia, la equidad no justifica ninguna actuación que la menoscabe o que reduzca

lo que se disfruta o podría disfrutarse. La reacción habitual a semejante acción es la

indignación o, como se ha indicado, la ira contra lo que usurpa aquello que tan claramente

se merece.

Tal como se ha indicado, habrá individuos (antes solían ser los que habían heredado lo

que tenían) que estarán menos seguros de merecer su relativa buena suerte. Y serán más

numerosos los intelectuales, periodistas, disidentes profesionales y otras voces que

manifestarán simpatías por los marginados y preocupación por el futuro, con frecuencia

desde posiciones de relativo bienestar personal. El resultado será un esfuerzo político y una

agitación contrarios a los objetivos y preferencias de los satisfechos. Como ya he dicho, no

es pequeño el número de los motivados por estas ideas, pero no constituyen una amenaza

seria para la mayoría electoral. Todo lo contrario, con su discrepancia dan un agradable

aire de democracia a la posición dominante de los afortunados. Demuestran con su actitud

elocuente que «la democracia funciona». Los progresistas en Estados Unidos y los

políticos y portavoces laboristas en Gran Bretaña son, en realidad, vitales en ese sentido.

Sus escritos y su retórica dan esperanzas a los excluidos y garantizan, al menos, que no son

marginados a la par que ignorados.

También surge en defensa de la satisfacción una doctrina económica y social

sumamente conveniente, que es en parte antigua y en parte moderna. Como ya se verá, lo

que otrora justificaba la posición de la minoría -un puñado de aristócratas o capitalistas- se

ha convertido ahora en la defensa favorita de los numerosos satisfechos.

La segunda característica de la mayoría satisfecha, menos consciente pero de suma

importancia, y que ya hemos mencionado, es su actitud hacia el tiempo. Sintetizando al

máximo, siempre prefiere la no actuación gubernamental, aun a riesgo de que las

consecuencias pudieran ser alarmantes a largo plazo. La razón es bastante evidente. El

largo plazo puede no llegar; ésa es la cómoda y frecuente creencia. Y una razón más

decisiva e importante: el coste de la actuación de hoy recae o podía recaer sobre la

comunidad privilegiada; podrían subir los impuestos. Los beneficios a largo plazo muy

bien pueden ser para que los disfruten otros. En cualquier caso, la tranquila teología del



laisser faire sostiene que, al final, todo saldrá bien.

Lecturas.

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También habrá aquí voces disonantes. Se escucharán, y con frecuencia se respetarán,

pero no hasta el punto de la acción. Para la mayoría satisfecha la lógica de la no

intervención es ineludible. Por ejemplo, desde hace muchos años existe en el nordeste de

Estados Unidos una preocupación, que se extiende hasta el Canadá, por la lluvia ácida

provocada por emisiones sulfurosas de las plantas eléctricas del Medio Oeste. Es cosa

sabida que los efectos a largo plazo serán sumamente perniciosos para el medio ambiente,

para la industria del ocio, para la industria forestal, para los productores de jarabe de arce,

para el bienestar de la zona y la salud de sus habitantes. El coste para las empresas

eléctricas y para sus consumidores será inmediato y concreto, mientras que el beneficio

ecológico a largo plazo será difuso, inseguro y discutible en cuanto a la incidencia

específica. De ahí la política seguida, por los satisfechos. No niega el problema porque ya

no es posible; lo que hace es aplazar la actuación. Propone, visiblemente, más

investigación, lo que muy a menudo dota a la no actuación de una aureola tranquilizadora y

honorable desde el punto de vista intelectual. En el peor de los casos, recomienda que se

cree una comisión, cuya función seria analizar el problema y proponer actuaciones o quizá

posponerlas. A veces se da el caso aún peor de una actuación limitada, simbólica quizá.

Otras amenazas ecológicas a largo plazo (el calentamiento del globo y la desaparición de la

capa de ozono) provocan una reacción similar.

Otro, ejemplo del papel del tiempo se ve en las actitudes hacia lo que se llama, con una

expresión bastante pomposa, la infraestructura económica de Estados Unidos: sus

autopistas, puentes, aeropuertos, transporte público y otros. Hoy es opinión generalizada

que no cubren ni mucho menos las necesidades futuras ni siquiera las normas actuales de

seguridad. Hay, sin embargo, una oposición firme y eficaz a gastos y nuevas inversiones en

este sector. De nuevo la misma razón, tan convincente: los impuestos y costes actuales son

específicos; el beneficio futuro, difuso. Se beneficiarán individuos posteriores y distintos;

¿por qué pagar por personas desconocidas? Se trata, otra vez más, de la insistencia

fácilmente comprensible en la no intervención y en librarse así del coste actual. La

satisfacción demuestra ejercer aquí una influencia social creciente, más decisiva que en el

pasado. La red de autopistas interestatales, las carreteras generales, los aeropuertos, puede

que hasta los hospitales y las escuelas de una época anterior y económicamente mucho más

austera pero en la que los votantes favorecidos eran muchísimos menos, no podrían

construirse hoy.

La preferencia por el beneficio a corto plazo quedó plasmada espectacularmente en la

década de los ochenta, como se explicará más adelante, en los continuos déficit

presupuestarios de Estados Unidos y en los déficit relacionados y resultantes de la balanza

comercial. El coste potencial para la comunidad electoral favorecida fue aquí sumamente

específico. Reducir el déficit exigía más impuestos o una reducción de los gastos, incluidos

los importantes para los satisfechos. Los beneficios lejanos parecían, predeciblemente,

difusos e inciertos en cuanto al efecto. Nadie puede poner en duda una vez más que los

presidentes Reagan y Bush tuvieron o tienen una reacción muy en consonancia con sus

electores en esta cuestión. Aunque ha sido inevitable criticar su actuación, o su inactividad,

su sensibilidad para apreciar lo que queman sus partidarios políticamente decisivos ha sido

impecable.

Una tercera característica de quienes disfrutan de una situación desahogada es su visión

sumamente selectiva del papel del Estado. Hablando vulgar y superficialmente, el Estado

es visto como una carga; ninguna declaración política de los tiempos modernos ha sido tan

frecuentemente reiterada ni tan ardorosamente aplaudida como la Necesidad de «quitar el

Estado de las espaldas de la gente». Ni el albatros que le colgaron al cuello al viejo

marinero sus compañeros de navegación en el célebre poema de Coleridge era una carga

Lecturas.

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tan agobiante. La necesidad de aligerar o eliminar esta carga y con ello, agradablemente,

los impuestos correspondientes es artículo de fe absoluto para la mayoría satisfecha.

Pero aunque en general se haya considerado al gobierno como una carga, ha habido,

como se verá, costosas y significativas excepciones a esta amplia condena. Se han excluido

de la crítica, claro, las pensiones profesionales, los servicios médicos de las categorías de

ingreso superiores, el sostén de las rentas agrarias y las garantías financieras para los

depositantes de bancos y cajas de ahorro en quiebra. Son firmes pilares del bienestar y la

seguridad de la mayoría satisfecha. Nadie soñaría con atacarlos, ni siquiera marginalmente,

en ninguna contienda electoral.

También se han favorecido específicamente los gastos militares, a pesar de su magnitud

y sus opresivos efectos fiscales. Y se ha hecho por tres razones. Estos gastos, tal como se

reflejan en la economía en sueldos, salarios, beneficios empresariales y subsidios diversos

institucionales y para la investigación, sirven para mantener o aumentar los ingresos de un

considerable segmento de la mayoría electoral satisfecha. El gasto en armamento, a

diferencia, por ejemplo, del gasto en ayudas a los pobres de las ciudades recompensa a una

muy acomodada clientela electoral.

Más importantes, quizá, los gastos militares, así como los de las operaciones

relacionadas con la CIA y, en grado decreciente, del Departamento de Estado, han sido

vistos en el pasado como protección vital contra la más seria amenaza percibida a la

continuidad de la satisfacción y el bienestar. Una amenaza que procedía del comunismo,

que ponía en peligro de un modo claro y directo, aunque remoto, la vida económica y las

recompensas de los acomodados. Este temor, a su vez, elevado a veces al grado de

paranoia clínica, ha garantizado el apoyo al aparato militar. Y los progresistas se han

sentido tan obligados como los conservadores, dado su compromiso personal con la

libertad y los derechos humanos, a demostrar con su apoyo a los gastos de defensa que no

eran «blandos con el comunismo».

El foco natural de preocupación era la Unión Soviética y sus, en otros tiempos

aparentemente leales, satélites de Europa del Este. El miedo a la capacidad nada

desdeñable de los soviéticos en producción y tecnología militares proporcionó la principal

base de apoyo a los gastos militares estadounidenses. Pero la alarma era geográficamente

amplia. Justificó gastos y acciones militares contra amenazas tan improbables como las de

Angola, Afganistán, Etiopía, Granada, El Salvador, Nicaragua y, masiva, trágica y

costosísimamente, de Vietnam. Sólo la China comunista quedó exenta, a partir de

principios de la década de los setenta, de que se la considerase una fuente de temor y de

preocupación. Al volverse contra la Unión Soviética y perdonársela su antiguo papel en

Corea y en Vietnam, se convirtió en bastión honorario de la democracia y de la libre

empresa, papel en el que sustancialmente permanece, no obstante las últimas acciones

represivas.

La razón última de que los gastos militares hayan seguido teniendo un tratamiento

privilegiado es la capacidad de autoconservación del propio sistema militar y

armamentista: su control del armamento que ha de producir, las misiones para las que

tiene que estar preparado y, en una medida sustancial, los fondos que recibe y gasta.

Hasta la segunda guerra mundial, los que ocupaban una posición privilegiada en

Estados Unidos, y el partido republicano en especial, se oponían a los gastos militares,

igual que a todo gasto público. A partir de entonces, la presunta amenaza comunista

mundial, como se denominó frecuentemente, produjo un cambio decisivo: los

razonablemente preocupados por su propia situación económica se convirtieron en los

defensores más enérgicos de las más pródigas inversiones militares. Al desplomarse el

Lecturas.

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comunismo, se plantea un curioso interrogante respecto a cuál será ahora la actitud de los

satisfechos. No hay duda, sin embargo, de que el entramado militar, público y privado,

seguirá reclamando, apoyándose en su propia autoridad, una cuota importante del apoyo

financiero que antes recibía.

Tales son las excepciones que hace la mayoría satisfecha a su condena general del

Estado como una carga. El gasto social favorable a los afortunados, el rescate financiero,

el gasto militar y, por supuesto, los pagos de intereses constituyen, con mucho, la parte

más sustancial del presupuesto del Estado y la que ha experimentado, con gran diferencia,

en fechas recientes, mayor incremento. Lo que queda -gastos para ayuda social, viviendas

baratas, servicios médicos para los sin ellos desvalidos, enseñanza pública y las diversas

necesidades de los grandes barrios pobres- es lo que hoy se considera como la carga del

Estado. Es únicamente lo que sirve a los intereses de los que no pertenecen a la mayoría

satisfecha; es, ineludiblemente, lo que ayuda a los pobres. En esto, de nuevo el señor

Reagan demostró, y el señor Bush demuestra ahora, una sutil y aguda sensibilidad hacia

su electorado. Y lo mismo respecto a otra tendencia de la mayoría satisfecha.

La última característica a mencionar y destacar aquí es la tolerancia que muestran los

satisfechos respecto a las grandes diferencias de ingresos. Estas diferencias han sido ya

indicadas, lo mismo que el hecho de que la disparidad no sea motivo de serios conflictos.

Se respeta aquí una convención general bastante plausible: el coste de la prevención de

cualquier ataque a la propia renta es la tolerancia de una mayor cuantía para otros. La

indignación ante la redistribución del ingreso de los muy ricos, inevitablemente mediante

impuestos, y su defensa, abre la puerta a la consideración de impuestos más altos para los

de posición desahogada aunque menos acaudalados. Esto resulta especialmente

amenazador dada la situación y las posibles exigencias del sector menos favorecido de la

población. Cualquier protesta airada de la mitad afortunada sólo podría centrar la atención

en la situación muchísimo peor de la mitad inferior. La opulencia esplendorosa de los muy

ricos es el precio que paga la mayoría electoral satisfecha para poder retener lo que es

menos pero que está muy bien de todos modos. Y esta tolerancia de los muy afortunados,

se afirma, podría tener una sólida ventaja social: «Para ayudar a la clase media y a los

pobres, se deben reducir los impuestos de los ricos. »3



La medida económica más famosa de Ronald Reagan, quizá dejando aparte la

aceptación del déficit presupuestario correspondiente, fue el alivio de la presión fiscal a los

muy acaudalados. El tipo marginal de los muy ricos fue reducido en 1981 de una tasa

nominal del 70 al 50 %; luego, con la reforma fiscal de 1986, el tipo bajó al 28 %, aunque

esto quedara parcialmente compensado por otros cambios fiscales. El resultado fue un

generoso crecimiento de la renta después de impuestos para las categorías de renta más

altas. Parece que no cabe duda de que el señor Reagan obró en parte motivado por el

recuerdo presuntamente doloroso de las cargas fiscales sobre su sueldo en Hollywood.

También influyeron en él las ideas económicas adoptadas para justificar la reducción de los

impuestos de los muy ricos, vulgarmente, la teoría de que si se alimenta al caballo

generosamente con avena, algunos granos caerán en el camino para los gorriones. Pero

estaba también presente, una vez más, la conciencia de lo que quería la mayoría de sus

votantes y un Congreso en consonancia. Este electorado aceptó que se favoreciese a los

muy ricos a cambio de protección para sí mismo.



3 George Gilder, Wealth and Poverty (Nueva York: Basic Books, 1981), p. 188. Lo cita Kevin Phillips en The Politics of

Rich and Poor: Wealth and the American Electorate in the Reagan Aftermath (Nueva York: Random House, 1990), p.

62.



Lecturas.

7

Vemos, en resumen, que mucho de lo que se ha atribuido en estos últimos años a la

ideología, idiosincrasia o error de liderazgo político tiene hondas raíces en la forma de

gobierno norteamericana. Se ha dicho, con frecuencia, en alabanza de Ronald Reagan

como presidente, que les dio a los americanos un sentimiento positivo de sí mismos. Esta

alabanza está plenamente justificada respecto a la gente que lo votó, y hasta puede que

respecto a ese número nada desdeñable de los que, aunque no lo votasen, aprobaron en

silencio los muy tangibles efectos de esa política fiscal.

En Estados Unidos, en el pasado, con gobiernos de uno u otro de los grandes partidos,

eran muchos los que experimentaban una cierta sensación de desasosiego, de mala conciencia

y de incomodidad al contemplar a aquellos que no compartían la buena suerte de

los afortunados. De Ronald Reagan no emanaba ningún sentimiento de este género; los

norteamericanos estaban siendo recompensados porque se lo tenían bien merecido. Si

algunos no participaban, era por su propia torpeza o porque no querían. Así como alguna

vez fue privilegio de los franceses, ricos o pobres, dormir bajo los puentes, ahora todo

americano tenía el derecho inalienable de dormir en la acera sobre las rejillas de

ventilación. Quizá no fuese la realidad, pero era el guión que había decidido el presidente.

Y Ronald Reagan lo había ensayado muy bien basándose en su larga y notable formación

teatral, no por su realidad, no por su verdad, sino, como si fuese una película o un anuncio

de televisión, por su poder de atracción. Y éste era grande. Permitía a los norteamericanos

eludir su conciencia y sus preocupaciones sociales y sentirse gratamente satisfechos de sí

mismos.

No todos podían sentirse así, desde luego, ni siquiera necesariamente, una mayoría de

los ciudadanos en edad de votar. Y había una circunstancia más, socialmente un tanto

amarga, que se ha pasado oportunamente por alto: que el desahogo y el bienestar

económico de la mayoría satisfecha estaban siendo sostenidos y fomentados por la

presencia en la economía moderna de una clase numerosa, sumamente útil, esencial

incluso, que no participa de la agradable existencia de la comunidad favorecida. Paso a

examinar ahora el carácter y los servicios de esta clase, que aquí se denomina Subclase

Funcional.



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