John Kenneth Galbraith
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John Kenneth Galbraith (Ontario, Canadá, 15 de octubre de 1908 - Cambridge, Massachusetts, Estados Unidos, 29 de abril de 2006) fue un economista estadounidense de origen canadiense.Galbraith no responde al estereotipo de economista norteamericano, por sus ideas iconoclastas sobre la economía y prácticas de sus pares. Su mayor preocupación no era el análisis econométrico o teoría económica, sino analizar las consecuencias de la política económica en la sociedad y la economía política, en una forma accesible y eliminando gran parte del tecnicismo utilizado por los economistas.
Autor de numerosos libros y artículos, fue profesor de la Universidad de Harvard desde 1949. De 1961 a 1963 fue embajador en India. Su obra incluye elementos del institucionalismo crítico, pues da un papel central a las instituciones y, en particular, a las organizaciones industriales con una política económica propia del keynesiano más progresista.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Galbraith trabajó en la Oficina de Administración de Precios. Después de la guerra se le encargó el estudio sobre bombardeos estratégicos de los Estados Unidos y sus aliados, concluyendo que los bombardeos no acortaron la guerra, declaración que le costó enemistades con algunos altos cargos de la administración. Posteriormente, se hizo consejero de las administraciones de posguerra en Alemania y Japón.
En 1949, Galbraith fue nombrado profesor de economía en Harvard. Fue también editor de la revista Fortune.
Lo principal de su obra se puede ejemplificar en su famosa y clásica trilogía. En su primera gran obra, Capitalismo americano, (American Capitalism: The concept of countervailing power, 1952) señala que las grandes corporaciones han desplazado a las pequeñas o negocios de carácter familar, y, como consecuencia, los modelos de competencia perfecta no pueden ser aplicados en la economía de EE.UU. Una forma para contrarrestar ese poder, según Galbraith, es el surgimiento de grandes sindicatos. En La sociedad opulenta (The Affluent Society, 1958), contrasta la opulencia del sector privado con la avaricia del sector público. Con ello demuestra que EE. UU., en los años cincuenta, era el ejemplo de un país con una economía en crecimiento, pero que en su interior existían grandes desigualdades sociales. Finalmente, en El nuevo Estado industrial (The New Industrial State, 1967) señala que las grandes corporaciones (como la General Motors) dominan el mercado de EE.UU. Esto, como resultado de su gran crecimiento productivo y el nivel en sus operaciones, que les permite controlar sus mercados.
Amigo del ex presidente John F. Kennedy, fue nombrado embajador de los Estados Unidos en India, de 1961 a 1963. Allí intentó ayudar al gobierno indio a desarrollar su economía. Durante su estancia, procuró ayuda también a uno de los primeros departamentos de ciencias de la informática, el Instituto Indio de Tecnología en Kanpur, Uttar Pradesh.
Su hijo James K. Galbraith también es un destacado economista.
Bibliografía (parcial) [editar]
- Modern Competition and Business Policy, 1938.
 - A Theory of Price Control, 1952.
 - American Capitalism: The concept of countervailing power, 1952 (en español El capitalismo americano).
 - The Great Crash, 1929, 1954 (en español El crack del 29).
 - The Affluent Society, 1958 (en español La sociedad opulenta).
 - The Liberal Hour, 1960.
 - The New Industrial State, 1967 (en español El nuevo estado industrial).
 - The Triumph (novela), 1968. (en español El triunfo).
 - Ambassador's Journal, 1969.
 - Economics, Peace and Laughter, 1972.
 - Power and the Useful Economist, 1973.
 - Economics and the Public Purpose, 1973.
 - Money, 1975.
 - The Age of Uncertainty (se convirtió en una serie de 13 capítulos de la BBC), 1977.
 - Annals of an Abiding Liberal, 1979.
 - A Life in Our Times, 1981 (en español Memorias. Una vida de nuestro tiempo, 1982).
 - A Tenured Professor, 1990.
 - A Journey Through Economic Time, 1994.
 - A short history of financial euphoria, 1994.
 - The Good Society: the humane agenda, 1996.
 - The Economics of Innocent Fraud, 2004.
 - The Nature of Mass Poverty.
 - Money: When It Came, Where It Went.
 
Bibliografía en español [editar]
- La era de la incertidumbre (1981)
 - Breve historia de la euforia financiera (1993)
 - Un viaje por la economía de nuestro tiempo (1994)
 - Historia de la economía (1998)
 - La cultura de la satisfacción (2000)
 - Introducción a la economía: Una guía para todos (2001)
 - La economía del fraude inocente: La verdad de nuestro tiempo (2004)
 - Con nombre propio: De Franklin D. Roosevelt en adelante (2004)
 
Enlaces externos [editar]
WikiquoteWikiquote alberga frases célebres de John Kenneth Galbraith.
- Página de un libro biográfico de Galbraith
 - Biografía de Galbraith
 
GALBRAITH, J.K. (1992): LA CULTURA DE LA SATISFACCIÓN. 3ª ed.,
 
Ariel, Barcelona.
 
Cap. 2. El carácter social de la satisfacción. Una visión de conjunto.
 
En Estados Unidos, en años recientes, se ha prestado una atención muy pertinente en la
 
expresión literaria y política a la decepcionante cantidad de individuos y familias que son
 
muy pobres. En 1989, el 12,8 % de la población del país, jóvenes y viejos, vivía por debajo
 
del nivel de pobreza de 12.674 dólares por familia de cuatro miembros, perteneciendo la
 
mayoría de esas familias a grupos minoritarios. Hay graves problemas sociales, de
 
cumplimiento de la ley, de drogas, de vivienda y de salud que se derivan de la
 
concentración de estos desdichados en los centros urbanos y, aunque menos visiblemente,
 
en las zonas mineras, industriales y agrícolas en decadencia o difuntas, sobre todo en la
 
meseta de los Apalaches, la otrora populosa cordillera próxima al litoral oriental del país.
 
El número mucho mayor de norteamericanos que viven bastante por encima del nivel de
 
pobreza, y el número considerable de los que viven en un relativo bienestar, han
 
provocado, por otra parte, muchos menos comentarios. Así, en 1988, el 1 % formado por
 
los grupos familiares más ricos tuvo una renta media anual de 617.000 dólares y controló
 
el 13,5 % de los ingresos antes de impuestos, y un 20 % vivió en condiciones de cierto
 
desahogo con unos ingresos de al menos 50.000 dólares al año. Les correspondió el 51,8 %
 
de la renta total antes de impuestos.
1Esta última renta, o gran parte de ella, está a su vez relativamente garantizada por una
 
serie de refuerzos públicos y privados: fondos de pensiones, Seguridad Social, servicios
 
médicos con apoyo y patrocinio público y privado, sostenimiento de las rentas agrarias y
 
carísimas garantías frente a la quiebra de las instituciones financieras, los bancos y las
 
ahora tan famosas cajas de ahorro.
 
El papel sustancial del Estado en la subvención de este bienestar merece algo más que
 
un comentario de pasada. Cuando se trata de los empobrecidos (punto sobre el que
 
volveré), la ayuda y el subsidio del gobierno resultan sumamente sospechosos en cuanto a
 
su necesidad y a la eficacia de su administración a causa de sus efectos adversos sobre la
 
moral y el espíritu de trabajo. Esto no reza, sin embargo, en el caso del apoyo público a
 
quienes gozan de un relativo bienestar. No se considera que perjudiquen al ciudadano las
 
pensiones de la Seguridad Social presentes o futuras, ni como depositante, el que se le
 
salve de la quiebra a un banco. Los relativamente opulentos pueden soportar los efectos
 
morales adversos de los subsidios y ayudas del gobierno; pero los pobres no.
 
En el pasado, los afortunados económica y socialmente eran, corno sabemos, una
 
pequeña minoría, un pequeño grupúsculo que dominaba y gobernaba. Hoy representan una
 
mayoría aunque, como ya se ha dicho, una mayoría no de todos los ciudadanos sino de los
 
que realmente votan. Es preciso y oportuno hacer mención a los que se hallan en esa
 
situación y que responden en las urnas. Les llamaremos la Mayoría Satisfecha, la Mayoría
 
Electoral Satisfecha o, en una visión más amplia, la Cultura de la Satisfacción. Hay que
 
insistir, porque es así, en que esto no significa que sean una mayoría de todos los que
 
tienen derecho a votar. Gobiernan bajo el cómodo abrigo de la democracia, una
 
1
Estas cifras sólo las redujeron muy modestamente los impuestos. La cuota después de impuestos del 1 % superior fueel 12,8 %; la de los de 50.000 dólares el 49,8 %. Véase
el Greenbook del Committee on Ways and Means de la Cámarade Representantes de Estados Unidos, pp. 1308-1309.
 
Lecturas.
 
2
 
democracia en la que no participan los menos afortunados. Tampoco significa (un punto
 
importantísimo) que por estar satisfechos se estén callados. Pueden estar, como ahora,
 
cuando este libro va a imprimirse, muy enfadados y expresivos respecto a lo que parece
 
perturbar su estado de autosatisfacción.
 
Aunque la renta defina, en términos generales, a la mayoría satisfecha, nadie debería
 
suponer que esa mayoría sea profesional o socialmente homogénea. Incluye a las personas
 
que dirigen las grandes empresas financieras e industriales y a sus mandos medios y
 
superiores, a los hombres y mujeres de negocios independientes y a los empleados
 
subalternos cuyos ingresos estén más o menos garantizados. También incluye a la
 
importante población (abogados, médicos, ingenieros científicos, contables y muchos
 
otros, sin excluir a periodistas y profesores) que forma la moderna clase profesional.
 
Asimismo hay un número apreciable, aunque decreciente, de quienes eran llamados en
 
otros tiempos proletarios, los individuos con oficios diversos cuyos salarios se ven hoy,
 
con cierta frecuencia, complementados por los de una esposa diligente. A ellos, como a
 
otros de familias con salarios dobles, la vida les resulta razonablemente segura.
 
Están además los agricultores que, aunque fuesen en otros tiempos una comunidad muy
 
descontenta, están hoy, si cuentan con el soporte del apoyo gubernamental a los precios,
 
muy bien remunerados.
2 También en este caso predomina, aunque no sea universal, unsentimiento de satisfacción. Están, por último, y su número crece con rapidez, los ancianos
 
que viven de jubilaciones o de otras asignaciones, quienes disponen, para los años que les
 
quedan de vida, de una provisión financiera adecuada o, en ciertos casos, abundante.
 
Nada de esto sugiere la ausencia de una constante aspiración personal ni la unanimidad
 
de la opinión política. A muchos que les va bien, quieren que les vaya mejor. Muchos que
 
tienen suficiente, desean tener más. Muchos que viven con desahogo, se oponen
 
enérgicamente a lo que pueda poner en peligro su comodidad. Lo importante es que no hay
 
dudas personales sobre su situación actual. La mayoría sa tisfecha considera que el futuro
 
está efectivamente sometido a su control personal. Sus iras sólo se hacen patentes -y
 
pueden llegar a serio mucho, ciertamentecuando hay una amenaza o posible amenaza a su
 
bienestar presente y futuro; cuando el gobierno y los que parecen tener menos méritos,
 
impiden que se satisfagan sus necesidades o exigencias, o amenazan con hacerlo. Y en
 
especial, si tal acción implica mayores impuestos.
 
En cuanto a la actitud política, hay una minoría, nada pequeña en número, a la que le
 
preocupa, por encima de su satisfacción personal, la situación de los que no participan del
 
relativo bienestar. 0 que ve los peligros más lejanos que acarreará el concentrarse en la
 
comodidad individual a corto plazo. El idealismo y la previsión no han muerto; por el
 
contrario, su expresión es la forma más acreditada de discurso social. Aunque el interés
 
propio actúe a menudo, como ya veremos, bajo una cobertura formal de preocupación
 
social, gran parte de la preocupación social tiene una motivación auténtica y generosa.
 
Sin embargo, el propio interés es, naturalmente, el impulso dominante de la mayoría
 
satisfecha, lo que en realidad la controla. Esto resulta evidente cuando el tema es una
 
intervención pública en beneficio de los que no pertenecen a esa mayoría electoral. Para
 
que esta medida sea eficaz ha de sufragarse indefectiblemente con dinero público. En
 
consecuencia, se la hace objeto de un ataque sistemático basado en elevados principios,
 
aunque su falsedad resulte a veces bastante visible. Volveremos sobre ello.
 
2
«La renta media en 1988 de los hogares de productores agrícolas fue de 33.535 dólares frente a los 34.017 dólares detodos los hogares norteamericanos. Pero el 5 % de los hogares de productores agrícolas tenía rentas superiores a los
 
100.000 dólares frente al 3,2 % de todos los hogares estadounidenses.»
Agriculture Income and Finance: Situation andOutlook Report
(Washington, D.C.: U.S. Department of Agriculture Economic Research Service, mayo 1990), p. 26.Lecturas.
 
3
 
La actuación del gobierno de Estados Unidos tanto en política nacional como exterior
 
ha recibido muchas criticas en el pasado reciente. Esta actuación deficiente se ha atribuido
 
en gran medida a la incapacidad, la incompetencia o la conducta perversa en general de
 
políticos y dirigentes concretos. Se ha mencionado mucho a ese respecto al señor Reagan y
 
su ya admitida despreocupación intelectual y administrativa, y al señor Bush, con su amor
 
a los viajes y su fe en la oratoria como instrumento primordial de actuación interna.
 
Se ha criticado de forma similar a dirigentes y miembros del Congreso y, aunque con
 
menos estridencia, a los gobernadores y otros políticos de todo el país.
 
Esta crítica, o gran parte de ella, es errónea o, en el mejor de los casos, políticamente
 
superficial. El gobierno de Estados Unidos ha sido en años recientes un reflejo válido de
 
las preferencias económicas y sociales de la mayoría de los votantes: la mayoría electoral.
 
Hay que decir y destacar en defensa de Ronald Reagan y George Bush como presidentes,
 
que ambos fueron, o son, fieles representantes del electorado que los eligió. Atribuimos a
 
los políticos lo que debería atribuirse a la comunidad a la que sirven.
 
La primera característica, y la más generalizada, de la mayoría satisfecha es su
 
afirmación de que los que la componen están recibiendo lo que se merecen en justicia. Lo
 
que sus miembros individuales aspiran a tener y disfrutar es el producto de su esfuerzo, su
 
inteligencia y su virtud personales. La buena fortuna se gana o es recompensa al mérito y,
 
en consecuencia, la equidad no justifica ninguna actuación que la menoscabe o que reduzca
 
lo que se disfruta o podría disfrutarse. La reacción habitual a semejante acción es la
 
indignación o, como se ha indicado, la ira contra lo que usurpa aquello que tan claramente
 
se merece.
 
Tal como se ha indicado, habrá individuos (antes solían ser los que habían heredado lo
 
que tenían) que estarán menos seguros de merecer su relativa buena suerte. Y serán más
 
numerosos los intelectuales, periodistas, disidentes profesionales y otras voces que
 
manifestarán simpatías por los marginados y preocupación por el futuro, con frecuencia
 
desde posiciones de relativo bienestar personal. El resultado será un esfuerzo político y una
 
agitación contrarios a los objetivos y preferencias de los satisfechos. Como ya he dicho, no
 
es pequeño el número de los motivados por estas ideas, pero no constituyen una amenaza
 
seria para la mayoría electoral. Todo lo contrario, con su discrepancia dan un agradable
 
aire de democracia a la posición dominante de los afortunados. Demuestran con su actitud
 
elocuente que «la democracia funciona». Los progresistas en Estados Unidos y los
 
políticos y portavoces laboristas en Gran Bretaña son, en realidad, vitales en ese sentido.
 
Sus escritos y su retórica dan esperanzas a los excluidos y garantizan, al menos, que no son
 
marginados a la par que ignorados.
 
También surge en defensa de la satisfacción una doctrina económica y social
 
sumamente conveniente, que es en parte antigua y en parte moderna. Como ya se verá, lo
 
que otrora justificaba la posición de la minoría -un puñado de aristócratas o capitalistas- se
 
ha convertido ahora en la defensa favorita de los numerosos satisfechos.
 
La segunda característica de la mayoría satisfecha, menos consciente pero de suma
 
importancia, y que ya hemos mencionado, es su actitud hacia el tiempo. Sintetizando al
 
máximo, siempre prefiere la no actuación gubernamental, aun a riesgo de que las
 
consecuencias pudieran ser alarmantes a largo plazo. La razón es bastante evidente. El
 
largo plazo puede no llegar; ésa es la cómoda y frecuente creencia. Y una razón más
 
decisiva e importante: el coste de la actuación de hoy recae o podía recaer sobre la
 
comunidad privilegiada; podrían subir los impuestos. Los beneficios a largo plazo muy
 
bien pueden ser para que los disfruten otros. En cualquier caso, la tranquila teología del
 
laisser faire
sostiene que, al final, todo saldrá bien.Lecturas.
 
4
 
También habrá aquí voces disonantes. Se escucharán, y con frecuencia se respetarán,
 
pero no hasta el punto de la acción. Para la mayoría satisfecha la lógica de la no
 
intervención es ineludible. Por ejemplo, desde hace muchos años existe en el nordeste de
 
Estados Unidos una preocupación, que se extiende hasta el Canadá, por la lluvia ácida
 
provocada por emisiones sulfurosas de las plantas eléctricas del Medio Oeste. Es cosa
 
sabida que los efectos a largo plazo serán sumamente perniciosos para el medio ambiente,
 
para la industria del ocio, para la industria forestal, para los productores de jarabe de arce,
 
para el bienestar de la zona y la salud de sus habitantes. El coste para las empresas
 
eléctricas y para sus consumidores será inmediato y concreto, mientras que el beneficio
 
ecológico a largo plazo será difuso, inseguro y discutible en cuanto a la incidencia
 
específica. De ahí la política seguida, por los satisfechos. No niega el problema porque ya
 
no es posible; lo que hace es aplazar la actuación. Propone, visiblemente, más
 
investigación, lo que muy a menudo dota a la no actuación de una aureola tranquilizadora y
 
honorable desde el punto de vista intelectual. En el peor de los casos, recomienda que se
 
cree una comisión, cuya función seria analizar el problema y proponer actuaciones o quizá
 
posponerlas. A veces se da el caso aún peor de una actuación limitada, simbólica quizá.
 
Otras amenazas ecológicas a largo plazo (el calentamiento del globo y la desaparición de la
 
capa de ozono) provocan una reacción similar.
 
Otro, ejemplo del papel del tiempo se ve en las actitudes hacia lo que se llama, con una
 
expresión bastante pomposa, la infraestructura económica de Estados Unidos: sus
 
autopistas, puentes, aeropuertos, transporte público y otros. Hoy es opinión generalizada
 
que no cubren ni mucho menos las necesidades futuras ni siquiera las normas actuales de
 
seguridad. Hay, sin embargo, una oposición firme y eficaz a gastos y nuevas inversiones en
 
este sector. De nuevo la misma razón, tan convincente: los impuestos y costes actuales son
 
específicos; el beneficio futuro, difuso. Se beneficiarán individuos posteriores y distintos;
 
¿por qué pagar por personas desconocidas? Se trata, otra vez más, de la insistencia
 
fácilmente comprensible en la no intervención y en librarse así del coste actual. La
 
satisfacción demuestra ejercer aquí una influencia social creciente, más decisiva que en el
 
pasado. La red de autopistas interestatales, las carreteras generales, los aeropuertos, puede
 
que hasta los hospitales y las escuelas de una época anterior y económicamente mucho más
 
austera pero en la que los votantes favorecidos eran muchísimos menos, no podrían
 
construirse hoy.
 
La preferencia por el beneficio a corto plazo quedó plasmada espectacularmente en la
 
década de los ochenta, como se explicará más adelante, en los continuos déficit
 
presupuestarios de Estados Unidos y en los déficit relacionados y resultantes de la balanza
 
comercial. El coste potencial para la comunidad electoral favorecida fue aquí sumamente
 
específico. Reducir el déficit exigía más impuestos o una reducción de los gastos, incluidos
 
los importantes para los satisfechos. Los beneficios lejanos parecían, predeciblemente,
 
difusos e inciertos en cuanto al efecto. Nadie puede poner en duda una vez más que los
 
presidentes Reagan y Bush tuvieron o tienen una reacción muy en consonancia con sus
 
electores en esta cuestión. Aunque ha sido inevitable criticar su actuación, o su inactividad,
 
su sensibilidad para apreciar lo que queman sus partidarios políticamente decisivos ha sido
 
impecable.
 
Una tercera característica de quienes disfrutan de una situación desahogada es su visión
 
sumamente selectiva del papel del Estado. Hablando vulgar y superficialmente, el Estado
 
es visto como una carga; ninguna declaración política de los tiempos modernos ha sido tan
 
frecuentemente reiterada ni tan ardorosamente aplaudida como la Necesidad de «quitar el
 
Estado de las espaldas de la gente». Ni el albatros que le colgaron al cuello al viejo
 
marinero sus compañeros de navegación en el célebre poema de Coleridge era una carga
 
Lecturas.
 
5
 
tan agobiante. La necesidad de aligerar o eliminar esta carga y con ello, agradablemente,
 
los impuestos correspondientes es artículo de fe absoluto para la mayoría satisfecha.
 
Pero aunque en general se haya considerado al gobierno como una carga, ha habido,
 
como se verá, costosas y significativas excepciones a esta amplia condena. Se han excluido
 
de la crítica, claro, las pensiones profesionales, los servicios médicos de las categorías de
 
ingreso superiores, el sostén de las rentas agrarias y las garantías financieras para los
 
depositantes de bancos y cajas de ahorro en quiebra. Son firmes pilares del bienestar y la
 
seguridad de la mayoría satisfecha. Nadie soñaría con atacarlos, ni siquiera marginalmente,
 
en ninguna contienda electoral.
 
También se han favorecido específicamente los gastos militares, a pesar de su magnitud
 
y sus opresivos efectos fiscales. Y se ha hecho por tres razones. Estos gastos, tal como se
 
reflejan en la economía en sueldos, salarios, beneficios empresariales y subsidios diversos
 
institucionales y para la investigación, sirven para mantener o aumentar los ingresos de un
 
considerable segmento de la mayoría electoral satisfecha. El gasto en armamento, a
 
diferencia, por ejemplo, del gasto en ayudas a los pobres de las ciudades recompensa a una
 
muy acomodada clientela electoral.
 
Más importantes, quizá, los gastos militares, así como los de las operaciones
 
relacionadas con la CIA y, en grado decreciente, del Departamento de Estado, han sido
 
vistos en el pasado como protección vital contra la más seria amenaza percibida a la
 
continuidad de la satisfacción y el bienestar. Una amenaza que procedía del comunismo,
 
que ponía en peligro de un modo claro y directo, aunque remoto, la vida económica y las
 
recompensas de los acomodados. Este temor, a su vez, elevado a veces al grado de
 
paranoia clínica, ha garantizado el apoyo al aparato militar. Y los progresistas se han
 
sentido tan obligados como los conservadores, dado su compromiso personal con la
 
libertad y los derechos humanos, a demostrar con su apoyo a los gastos de defensa que no
 
eran «blandos con el comunismo».
 
El foco natural de preocupación era la Unión Soviética y sus, en otros tiempos
 
aparentemente leales, satélites de Europa del Este. El miedo a la capacidad nada
 
desdeñable de los soviéticos en producción y tecnología militares proporcionó la principal
 
base de apoyo a los gastos militares estadounidenses. Pero la alarma era geográficamente
 
amplia. Justificó gastos y acciones militares contra amenazas tan improbables como las de
 
Angola, Afganistán, Etiopía, Granada, El Salvador, Nicaragua y, masiva, trágica y
 
costosísimamente, de Vietnam. Sólo la China comunista quedó exenta, a partir de
 
principios de la década de los setenta, de que se la considerase una fuente de temor y de
 
preocupación. Al volverse contra la Unión Soviética y perdonársela su antiguo papel en
 
Corea y en Vietnam, se convirtió en bastión honorario de la democracia y de la libre
 
empresa, papel en el que sustancialmente permanece, no obstante las últimas acciones
 
represivas.
 
La razón última de que los gastos militares hayan seguido teniendo un tratamiento
 
privilegiado es la capacidad de autoconservación del propio sistema militar y
 
armamentista: su control del armamento que ha de producir, las misiones para las que
 
tiene que estar preparado y, en una medida sustancial, los fondos que recibe y gasta.
 
Hasta la segunda guerra mundial, los que ocupaban una posición privilegiada en
 
Estados Unidos, y el partido republicano en especial, se oponían a los gastos militares,
 
igual que a todo gasto público. A partir de entonces, la presunta amenaza comunista
 
mundial, como se denominó frecuentemente, produjo un cambio decisivo: los
 
razonablemente preocupados por su propia situación económica se convirtieron en los
 
defensores más enérgicos de las más pródigas inversiones militares. Al desplomarse el
 
Lecturas.
 
6
 
comunismo, se plantea un curioso interrogante respecto a cuál será ahora la actitud de los
 
satisfechos. No hay duda, sin embargo, de que el entramado militar, público y privado,
 
seguirá reclamando, apoyándose en su propia autoridad, una cuota importante del apoyo
 
financiero que antes recibía.
 
Tales son las excepciones que hace la mayoría satisfecha a su condena general del
 
Estado como una carga. El gasto social favorable a los afortunados, el rescate financiero,
 
el gasto militar y, por supuesto, los pagos de intereses constituyen, con mucho, la parte
 
más sustancial del presupuesto del Estado y la que ha experimentado, con gran diferencia,
 
en fechas recientes, mayor incremento. Lo que queda -gastos para ayuda social, viviendas
 
baratas, servicios médicos para los sin ellos desvalidos, enseñanza pública y las diversas
 
necesidades de los grandes barrios pobres- es lo que hoy se considera como la carga del
 
Estado. Es únicamente lo que sirve a los intereses de los que no pertenecen a la mayoría
 
satisfecha; es, ineludiblemente, lo que ayuda a los pobres. En esto, de nuevo el señor
 
Reagan demostró, y el señor Bush demuestra ahora, una sutil y aguda sensibilidad hacia
 
su electorado. Y lo mismo respecto a otra tendencia de la mayoría satisfecha.
 
La última característica a mencionar y destacar aquí es la tolerancia que muestran los
 
satisfechos respecto a las grandes diferencias de ingresos. Estas diferencias han sido ya
 
indicadas, lo mismo que el hecho de que la disparidad no sea motivo de serios conflictos.
 
Se respeta aquí una convención general bastante plausible: el coste de la prevención de
 
cualquier ataque a la propia renta es la tolerancia de una mayor cuantía para otros. La
 
indignación ante la redistribución del ingreso de los muy ricos, inevitablemente mediante
 
impuestos, y su defensa, abre la puerta a la consideración de impuestos más altos para los
 
de posición desahogada aunque menos acaudalados. Esto resulta especialmente
 
amenazador dada la situación y las posibles exigencias del sector menos favorecido de la
 
población. Cualquier protesta airada de la mitad afortunada sólo podría centrar la atención
 
en la situación muchísimo peor de la mitad inferior. La opulencia esplendorosa de los muy
 
ricos es el precio que paga la mayoría electoral satisfecha para poder retener lo que es
 
menos pero que está muy bien de todos modos. Y esta tolerancia de los muy afortunados,
 
se afirma, podría tener una sólida ventaja social: «Para ayudar a la clase media y a los
 
pobres, se deben reducir los impuestos de los ricos. »
3La medida económica más famosa de Ronald Reagan, quizá dejando aparte la
 
aceptación del déficit presupuestario correspondiente, fue el alivio de la presión fiscal a los
 
muy acaudalados. El tipo marginal de los muy ricos fue reducido en 1981 de una tasa
 
nominal del 70 al 50 %; luego, con la reforma fiscal de 1986, el tipo bajó al 28 %, aunque
 
esto quedara parcialmente compensado por otros cambios fiscales. El resultado fue un
 
generoso crecimiento de la renta después de impuestos para las categorías de renta más
 
altas. Parece que no cabe duda de que el señor Reagan obró en parte motivado por el
 
recuerdo presuntamente doloroso de las cargas fiscales sobre su sueldo en Hollywood.
 
También influyeron en él las ideas económicas adoptadas para justificar la reducción de los
 
impuestos de los muy ricos, vulgarmente, la teoría de que si se alimenta al caballo
 
generosamente con avena, algunos granos caerán en el camino para los gorriones. Pero
 
estaba también presente, una vez más, la conciencia de lo que quería la mayoría de sus
 
votantes y un Congreso en consonancia. Este electorado aceptó que se favoreciese a los
 
muy ricos a cambio de protección para sí mismo.
 
3
George Gilder, Wealth and Poverty (Nueva York: Basic Books, 1981), p. 188. Lo cita Kevin Phillips en The Politics ofRich and Poor: Wealth and the American Electorate in the Reagan Aftermath
(Nueva York: Random House, 1990), p.62.
 
Lecturas.
 
7
 
Vemos, en resumen, que mucho de lo que se ha atribuido en estos últimos años a la
 
ideología, idiosincrasia o error de liderazgo político tiene hondas raíces en la forma de
 
gobierno norteamericana. Se ha dicho, con frecuencia, en alabanza de Ronald Reagan
 
como presidente, que les dio a los americanos un sentimiento positivo de sí mismos. Esta
 
alabanza está plenamente justificada respecto a la gente que lo votó, y hasta puede que
 
respecto a ese número nada desdeñable de los que, aunque no lo votasen, aprobaron en
 
silencio los muy tangibles efectos de esa política fiscal.
 
En Estados Unidos, en el pasado, con gobiernos de uno u otro de los grandes partidos,
 
eran muchos los que experimentaban una cierta sensación de desasosiego, de mala conciencia
 
y de incomodidad al contemplar a aquellos que no compartían la buena suerte de
 
los afortunados. De Ronald Reagan no emanaba ningún sentimiento de este género; los
 
norteamericanos estaban siendo recompensados porque se lo tenían bien merecido. Si
 
algunos no participaban, era por su propia torpeza o porque no querían. Así como alguna
 
vez fue privilegio de los franceses, ricos o pobres, dormir bajo los puentes, ahora todo
 
americano tenía el derecho inalienable de dormir en la acera sobre las rejillas de
 
ventilación. Quizá no fuese la realidad, pero era el guión que había decidido el presidente.
 
Y Ronald Reagan lo había ensayado muy bien basándose en su larga y notable formación
 
teatral, no por su realidad, no por su verdad, sino, como si fuese una película o un anuncio
 
de televisión, por su poder de atracción. Y éste era grande. Permitía a los norteamericanos
 
eludir su conciencia y sus preocupaciones sociales y sentirse gratamente satisfechos de sí
 
mismos.
 
No todos podían sentirse así, desde luego, ni siquiera necesariamente, una mayoría de
 
los ciudadanos en edad de votar. Y había una circunstancia más, socialmente un tanto
 
amarga, que se ha pasado oportunamente por alto: que el desahogo y el bienestar
 
económico de la mayoría satisfecha estaban siendo sostenidos y fomentados por la
 
presencia en la economía moderna de una clase numerosa, sumamente útil, esencial
 
incluso, que no participa de la agradable existencia de la comunidad favorecida. Paso a
 
examinar ahora el carácter y los servicios de esta clase, que aquí se denomina Subclase
 Funcional.
 
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