miércoles, 5 de noviembre de 2008

Obama, la culturalidad y la diferencia

El racismo se encuentra en nosotros la mayor parte de las veces de una forma inconsciente y da lugar a multitud de contradicciones antes de desvelarse.

Ciertamente aquí parece que el blanco es el portador y el definidor de la universalidad.

Y aquí no hay más cera que la que arde, por lo que la garra reivindicativa que lo anima se mueve también con consecuencias oportunas prácticas como esa suerte que se atribuye o baraka a esa oportunidad de Obama.

Así aún este discurso de la pluralidad y de la diferencia no se ve libre de la complejidad impuesta por el hecho de que la política de “tierra quemada” practicada por todo sistema de dominación en crisis acaba “desvalorizando el terreno que cede”: el mismo “bien” se devaluaría cuando pudiesen practicarlo “todos por igual”. O dicho de otra manera cuando se pueda tener acceso a un privilegio “en condiciones de igualdad”, el privilegio habrá dejado de ser un “privilegio”. Lo que invita a meditar sobre si no será a la postre esta suerte algo tan inane como lo sería el acceso en unas condiciones favorables -no en el marco de una crisis- de oportunidad.

Lo que reivindica el artículo de John Carlin, al final, no es sino ser reconocido al mismo título de existencia que lo sería cualquier otro ser humano pero sin reconocer que ello conlleva aceptar las definiciones de la política del color dominante.

Pues afirmar tal no es sino aprobar al vencedor, se podría seguir pensando que del mismo modo que los negros en determinado momento gritaron “black is beautiful” como una forma no menos digna de existir, aún así si es el blanco quien ha inventado las diferencias, empecinarse en su reivindicación, no sería sino otro modo de aceptar las definiciones del color dominante.

Por ello las ambigüedades que originaba el discurso de la diferencia y del estatuto equivalente de la multiculturalidad. Es una cuestión de respeto desde la igualdad pero también desde la definición de la universalidad de la diferencia. De esta forma se garantiza el derecho a la igualdad.

Por ello la reconciliación con esta diferencialidad es absolutamente necesaria en la medida en que ninguna lucha es posible ni nada podría ser construído desde la propia desvalorización, desde la depresión, producto de interiorizar la opresión del otro, el autoodio y la asunción como propia de la inferioridad que se le atribuye.

Y los propios políticos de color podrían también abandonarse a un cierto masoquismo residual que les lleve a pensar que algo anda mal en la salud de la política de su gran nación a tenor de lo dicho más arriba acerca de la política de “tierra quemada” que darían en creer que la desvalorización del terreno ha de acompañar -con la necesidad de una “ley sociológica”- a la creciente vocación de los políticos de color.

Es exactamente lo mismo que ocurre con el discurso de la mujer cuando se nos dice que si nosotras dirigiéramos el mundo nada cambiaría y todo seguiría igual o al menos ligeramente igual de mal. Es un discurso sin duda escéptico basado en la condición humana de la debilidad universal pero que sólo cede ante el débil en esta tesitura inoportuna u oportuna, según se vea.

Ahora bien, el discurso de la “diferencia” (sea de color, cultura, sexo, etc.) admite a su vez una diversidad de formulaciones, de entre las que hace al caso destacar dos fundamentales: la de una radicalización de la diferencia que, en último extremo, llevaría a configurar aquel discurso como un discurso “autometabólico” y hasta “autofágico”; y la de una propuesta de “universalización de la diferencia”, propuesta que suscita la pregunta acerca de bajo qué condiciones sería posible considerar las elaboraciones de determinados datos de la experiencia histórica como “valores universalizables”.

Pero si no se desea regresar a la neutra indiferenciación del “estado inorgánico” o de los WASP (White, Anglo-Saxon and Protestant, que después el acrónimo inglés se ha quedado en el nombre de una banda de glam metal: We Are Sexual Perverts o We Are Satanic People) y otros sectarismos con su lógica perversa, incluidos los sectarismos tecnológicos, paradójica conclusión de un hincapié excesivo en la diferencialidad, no queda otra salida que someter la diferencia a la prueba de la universalidad, pues el discurso ético de la multiculturalidad o se universaliza o se pudre en su propio racismo.
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La pretensión de validez de una aserción o de una prescripción y, por ende, la pretensión de su racionalidad descansa no solamente en la confianza social depositada en las instituciones de la ciencia o la moral vigentes en nuestra sociedad sino en aquel principio al que da Habermas el nombre de “principio de universalización” destinado a colmar la aspiración de nuestras máximas morales, para decirlo en términos kantianos, a ser también consideradas leyes universales. Su discusión es el objeto de la llamada ética comunicativa o discursiva.

Ishtar, a discursive ethic’s lover!!
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