Al borde de un precipicio (reversionado)
El miedo a la muerte es el fruto enfermizo del sufrimiento.
A medida que los dolores maduran y se agravan, alejándonos de la vida, nada nos aleja más de la muerte que su cercanía.
Ha aquí por qué para ti separado de lo inmediato por lo infinito, tus esperanzas no pueden reverdecer sino al borde de un precipicio.
Basta con sufrir, con sufrir largamente, para tomar conciencia de que en este mundo todo es evidencia excepto la vida.
Tú, escapado de sus redes, haces todo lo posible por situarla en otro orden, darle otro curso o, finalmente, inventarla. Los
reformadores eligieron las dos primeras vías; la última es la solución extrema de una extrema soledad.
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lo dijo pléyade 30 Septiembre 2007 10:07 PM
donde una intuición más
poderosa descubre un ritmo en el devenir, leyes
ineluctables en el juego, una unidad en esta
diversidad caótica, la augusta justicia de Zeus
ejerciéndose en el centro mismo del drama de
las contradicciones y de los sufrimientos, un
eterno y magnífico elogio a la razón del devenir regido por una
justicia más rigurosa que todas las voluntades
morales del pasado del hombre.
pléyade
Sobre vacíos
Creo que la angustia es muda, por tanto no estoy en un momento exacerbado de dolor aunque sí de confusión.
Las verdades mueren psicológica y no formalmente; mantienen su validez en tanto
que continúan la no vida de las formas, aunque puede que ya no sean válidas para
nadie.
Todo cuanto hay de vida en ellas ocurre en el tiempo; la eternidad formal las sitúa en
un vacío categorial.
A un hombre, ¿cuánto tiempo más o menos le «dura» una verdad? No mucho más
que un par de botas. Sólo los mendigos no las cambian nunca. Pero como ahora te
encuentras integrado en la vida, tienes que renovarte continuamente, pues la plenitud
de una existencia se mide por la suma de errores almacenados, según la cantidad de
ex verdades.
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Viviendo los peligros del espíritu nos consolamos, por medio de intensidades, de la
falta de una verdad final.
Todo error es una verdad antigua. Pero no existe una inicial, porque entre la verdad y
el error la distancia está marcada sólo por la pulsación, por la animación interior, por el
ritmo secreto. De este modo el error es una verdad que ya no tiene alma, una verdad
desgastada y que espera ser revitalizada.
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Si el sufrimiento no fuera un instrumento de conocimiento, el suicidio sería
obligatorio. Y la vida misma, con sus desgarros inútiles, con su oscura bestialidad, que
nos arrastra a cometer errores para ahorcarnos de vez en cuando de alguna que otra
verdad, ¿quién podría soportarla si no fuera un espectáculo de conocimiento único?
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No podemos ser tan generosos con nosotros mismos como para despilfarrar la libertad
que nos otorgamos. Si no nos pusiéramos impedimentos, ¡cuántas veces cada instante
no sería sino un sobrevivir! ¿No sucede a menudo que seguimos siendo nosotros
mismos sólo por la idea de nuestras limitaciones? Un pobre recuerdo de una
individuación pasada, un jirón de la propia individualidad. Como si fuésemos un objeto
que busca su nombre en una naturaleza sin identidad. El hombre está hecho (como
todos los seres vivos) a la medida de unas determinadas sensaciones. Pues bien, éstas
ya no se hacen sitio las unas a las otras en una sucesión normal, sino que lo invaden
de golpe con una furia elemental, formando un enjambre en torno a su despojo -de la
plenitud- que es el yo. ¿Dónde habrá sitio, entonces, para la mancha de vacío que es
la conciencia?
*
Un ser en vías de espiritualización completa ya no es capaz de melancolía, porque no
puede abandonarse a merced de los caprichos. Espíritu significa resistencia, mientras
que la melancolía, más que cualquier otra cosa, presupone la no-resistencia al alma, al
elemental ardor de los sentidos, a lo incontrolable de los afectos. Todo cuanto en
nosotros hay de indómito y agitado, de irracional compuesto de sueño y de bestialidad,
de deficiencias orgánicas y aspiraciones ebrias, como de explosiones musicales que
ensombrecen la pureza de los ángeles y nos hacen mirar desdeñosamente una
azucena, constituye la zona primaría del alma. Ahí se encuentra la melancolía en su
casa, en la poesía de esas flaquezas.
Cuando te crees más alejado del mundo, la brisa de la melancolía te muestra la ilusión
de tu cercanía al espíritu. Las fuerzas vitales del alma te atraen hacia abajo, te obligan
a sumergirte en la profundidad primaria, a reconocer tus fuentes de las que te aísla el
vacío abstracto del espíritu, su implacable serenidad.
La melancolía se distancia del mundo por obra de la vida y no del espíritu: la
deserción de los tejidos del estado de inmanencia. A través de la incesante apelación al
espíritu los hombres le han añadido un matiz reflexivo que no encontramos en las
mujeres, quienes, al no resistirse nunca a su alma, flotan a merced del oleaje de la
inmediata melancolía.
El contacto entre los hombres -la sociedad en general- no sería posible sin la
utilización repetida de los mismos adjetivos. Que la ley los prohíba y se verá en qué
ínfima medida el hombre es un animal sociable. De inmediato desaparecerán la
conversación, las visitas, los encuentros, y la sociedad se degradará hasta quedar
reducida a relaciones mecánicas de intereses. La pereza de pensar ha dado origen al
automatismo del adjetivo. Se califica de manera idéntica a Dios y a una escoba. En
otro tiempo Dios era infinito; hoy es asombroso. (Cada país expresa a su manera su
vacío mental.) Que se prohíba el adjetivo cotidiano y la célebre definición de
Aristóteles caerá.
*
matar el tiempo
«Matar el tiempo», así se expresa, banal y profundamente, la adversidad del hastío.
La independencia del curso temporal frente a lo inmediato vital nos vuelve sensibles a
lo inesencial, al vacío del devenir, que ha perdido su sustancia: una duración sin
contenido vital. Vivir en lo inmediato asocia la vida y el tiempo en una unidad fluida, a
la que nos abandonamos con el patetismo elemental de la ingenuidad. Pero cuando la
atención, fruto de desigualdades internas, se aplica al transcurso del tiempo y se
enajena de todo lo que palpita en el devenir, nos encontramos en medio de un vacío
temporal que, excepto la sugestión de un desarrollo sin objeto, no puede ofrecernos
nada. El hastío equivale a estar presos en el tiempo inexpresivo, emancipado de la
vida, que incluso la evacua para crear una siniestra autonomía. ¿Y qué más nos queda
entonces? El vacío del hombre y el vacío del tiempo. El emparejamiento de dos nadas
genera el hastío, luto temporal de la conciencia separada de la vida. Querríamos vivir y
no podemos «vivir» más que en el tiempo; quisiéramos bañarnos en lo inmediato y tan
sólo podemos secarnos al aire purificado del ser, de un devenir abstracto. ¿Qué se
puede hacer contra el hastío? ¿Quién es el enemigo al que hay que destruir o, cuando
menos, olvidar? El tiempo, seguro; él y sólo él. Lo seríamos nosotros mismos si
llegáramos hasta las últimas consecuencias. Pero el hastío se define incluso
evitándolas; busca en lo inmediato lo que únicamente puede encontrarse en lo
trascendente.
«Matar el tiempo»
«Matar el tiempo» no significa otra cosa que no «tener» tiempo, ya que el hastío es su
abundante crecimiento, su infinita multiplicación frente a la escasez de lo inmediato.
«Matas» el tiempo para obligarlo a entrar en los moldes de la existencia, para que no
siga apropiándose de prerrogativas de la existencia.
Toda solución contra el hastío es una concesión a la vida, cuyo fundamento se
resiente a causa de la hipertrofia temporal. La existencia sólo es soportable en el
equilibrio entre la vida y el tiempo. Las situaciones límite derivan de la exasperación de
este dualismo. Entonces el hombre, colocado frente a la posición tiránica del tiempo,
víctima de su imperio, ¿qué otra cosa podría «matar» cuando ya la vida sólo está
presente en la esclavitud de la pesadumbre?
*
la mujer
A veces quisiera estar tan solo que los muertos, irritados por la algazara y el
hacinamiento de los cementerios, los abandonarían y, envidiando mi tranquilidad,
suplicarían la hospitalidad de mi corazón. Y cuando descendieran por escaleras
secretas hacia profundidades petrificadas, los desiertos del silencio les arrancarían un
suspiro que despertaría a los faraones de la perfección de su refugio. Vendrían
entonces las momias, desertando de la lobreguez de las pirámides, a continuar su
sueño en tumbas más seguras y más inmóviles.
La vida: pretexto supremo para quien se encuentra más cerca de la lejanía de Dios
que de su proximidad.
Si las mujeres hubieran sido desdichadas por sí mismas y no por culpa nuestra, ¡de
qué sacrificios, humillaciones y debilidades no seríamos capaces! Desde hace un
tiempo uno ya no puede inventar nuevos placeres ni saborear otros deleites si no es en
los aromas insinuantes de las embriagadoras redes de la desdicha. Como solamente el
azar las pone tristes, acechamos también nosotros la ocasión para ejercitar nuestras
apetencias, ávidos de sombras femeninas, nocturnos vagabundos del amor y cavilosos
parásitos de Eros. La mujer es el Paraíso en tanto que noche. Así aparece en nuestra
sed de sedosa oscuridad, de dolorosa tiniebla. La pasión de los crepúsculos la coloca
en el centro de nuestra excitación, sujeto anónimo transfigurado por nuestra atracción
por las sombras.
*
al borde de un precipicio
En los grandes dolores, en los dolores monstruosos, morir no significa nada, es algo
tan natural que uno no puede descender al nivel de semejante banalidad. El gran
problema es entonces vivir; buscar el secreto de esa mortificante imposibilidad,
descifrar el misterio de la respiración y de las esperanzas. ¡Así se explica por qué los
reformadores -preocupados hasta la obsesión por encontrar un nuevo patrón de vidafueron
seres que sufrieron más allá del límite de lo soportable! La muerte les parecía
de una evidencia tremendamente banal. ¿Y no aparece ésta, desde el centro de la
enfermedad, como una fatalidad tan cercana que resulta casi cómico transformarla en
problema? Basta con sufrir, con sufrir largamente, para tomar conciencia de que en
este mundo todo es evidencia excepto la vida. Escapados de sus redes, hacemos todo
lo posible para situarla en otro orden, darle otro curso o, finalmente, inventarla. Los
reformadores eligieron las dos primeras vías; la última es la solución extrema de una
extrema soledad.
El miedo a la muerte es un fruto enfermizo de la aurora del sufrimiento. A medida que
los dolores maduran y se agravan, alejándonos de la vida, el miedo se sitúa fatalmente
en el centro de la perspectiva, de manera que nada nos aleja más de la muerte que su
cercanía. He aquí por qué, para el hombre separado de lo inmediato por lo infinito, sus
esperanzas sólo pueden reverdecer al borde de un precipicio.
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