Una ética universal -esto es, intersubjetivamente válida- de la responsabilidad colectiva parece hoy tan necesaria como imposible, vale decir con Apel. Lo que equivale a decir que de acuerdo con una bien conocida caracterización de la tragedia como punto de confluencia de la necesidad y de la imposibilidad, la mentada situación paradójica es lisa y llanamente una situación trágica.
En esa situación se encuentran inmersos no sólo el positivismo, clásico o de nuestro siglo, sino asimismo los epígonos de este último -como sería el caso de la filosofía analítica- y hasta sus precursores, si damos en considerar tal al Wittgenstein del Tractatus Logico-Philosophicus que emplazaba en él a la ética más allá de lo que se puede decir. Apel recuerda a este respecto la célebre carta de Wittgenstein a Ludwig von Ficker de 1919 en la que añadiendo que el libro se componía de dos partes -la escrita y la no escrita- y que esta segunda era realmente la importante pues su silencio acerca de la ética habría constituido la mejor expresión de lo que muchos intentaron articular y a lo sumo sólo lograron balbucir.
Entre esos balbuceos Apel incluye los de tradiciones de pensamiento tan aparentemente alejadas de la que venimos considerando como el existencialismo, de Kierkegaard a Jaspers, de la misma manera que compara el decisionismo analítico con la ética sartriana de la situación, llegando incluso a hablar de “una complementariedad entre objetivismo ciencista y subjetivismo ético” -o, como alguna vez también se ha dicho, entre (neo)positivismo y (neo)romanticismo- en la que cabría ver una carácterística fundamental del pensamiento contemporáneo.
La acusada persistencia de actitudes neopositivistas en la filosofía de la ciencia y la presumible resurrección del existencialismo -o de actitudes existencialistas y en general neorrománticas, bajo otros ropajes filosóficos- en la filosofía moral de nuestra última hora contribuirían a confirmar, en opinión de Apel, aquella complementariedad.
Pero por sugestiva que resulte la tesis apeliana de la complementariedad, quedarse en ella equivaldría a algo así como a quedarse en la comprobación de que las siluetas de nuestros actuales continentes geográficos se complementan o se corresponden entre sí, mas sin llegar a preguntar -a la manera de la teoría de la deriva continental- por un posible origen común que dé razón de tal correspondencia o complementariedad, lo que en nuestro caso nos lleva a remontarnos a un continente originario, a saber, el continente de la Ilustración.
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Voy a traeros un ejemplo de un existencialista para que se comprenda mejor las actitudes misóginas o misantrópicas, según el caso.
La percepción del drama misógino de Kierkegaard, atenazado por la fobia hacia la paternidad u horror a hacer nacer que es no querer haber nacido y tentado de abandonarse a la filia del seductor por el “instante” y salvarse de esta manera del aprisionamiento en el engranaje infernal de las generaciones, tensión que el pensador danés resolvería a través del “amor cortés” entendido como una forma de muerte en vida que es abiertamente comprensiva y hasta se diría que simpacética.
Después de todo los mitos kierkegaardianos tienen en común el ser personajes “a-genealógicos” o “anti-genealógicos”, como lo atestiguan su Fausto, su Don Juan e incluso su Abraham, por no hablar de su Antígona, cuya interpretación contrasta con la cínicamente patriarcal debida a Hegel. Y en tanto que precursor no ya del existencialismo de un Sartre sino de un “nominalismo” cabría considerarlo un autor predilecto aquí.
De una lectura de Nietzsche la misoginia nietzscheana podría tener raíces más profundas que las que asoman en sus “espantosas diatribas” contra las mujeres, para decirlo con palabras de la hermana de Nietzsche, quien las atribuía a la “nefasta inspiración” de Schopenhauer: Nietzsche busca la genealogía de algo para descubrir su origen, pero en el fondo lo que hay es una misoginia.
Si el sello del padre no da la legitimidad, en los orígenes está que somos nacidos de mujer, luego es una genealogía impugnada pero que lleva a una misoginia que representa, por otro lado, rasgos patriarcales.
Pero sin merma de suspicacia también debemos posarnos con piedad sobre la historia de la filosofía.
Así se demuestra con Sören Kierkegaard en el estudio de “la subjetividad del caballero” a la luz de las paradojas del patriarcado que hace Celia Amorós, en que el “caballero de la subjetividad” es interpretado desde la perspectiva de una crisis de legitimación patriarcal que deja al individuo en la situación del sujeto que ha de enfrentar por cuenta propia el sentido de su existencia. Los individuos abandonados de un dios, producto del relajamiento y la problematización de los vínculos genealógicos causada por la historia cada vez más degradada ya no tienen pruebas de que dios sea su padre. La misoginia kierkegaardiana inducida por el desvalimiento y no por la prepotencia da pie a que la crítica feminista de las actitudes misóginas esté exenta aquí de misandria.~
Agradezco aquí vuestra participación a Ifigenia, Brunoperu y Otredad. Creo que sin ánimo de dificultar su lectura quería dejar aquí algo de lo que se ha pensado en esta labor filosófica en nuestro país para las mujeres.
Un abrazo.
Un abrazo.
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Andrómeda
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