Mas lo cierto es que semejantes pretensiones del empirismo lógico se han visto contestadas desde sus mismos presupuestos lingüísticos, esto es, en el contexto de la propia filosofía analítica de la ciencia.
Un autor como Quine, según se sabe, ha contribuido a cuestionarlas, comenzando por cuestionar esa tajante división -ese khorismós- entre las dos clases de principios que nos servían antes de ejemplo, división que Quine describió un día como un simple “dogma del empirismo lógico”. Por lo pronto, no está del todo claro que la segunda ley de la mecánica clásica constituya un enunciado empírico, esto es, un enunciado que nos informa acerca de lo que acontece en el mundo extralingüístico, el cual por tanto habría de ser capaz de desmentirlo. ¿Cómo podría en efecto desmentirlo? No hemos de olvidar que “fuerza” y “masa” representan magnitudes teóricas, por lo que -dentro de esa teoría que es la mecánica clásica- hay motivos para dudar de que ningún hecho pudiera desmentir aquella ley.
Las magnitudes teóricas que intervienen en su formulación no se pueden medir más que en función de la teoría dentro de la que se articualn, de suerte que ninguna medición podría atentar contra tal ley dentro de tal teoría, pues semejante desajuste sería invariablemente atribuido a un
error de medida más bien que a la inadecuación de la ley misma.
Pero es que hay más. ¿Pues no cabría pensar que, más que un enunciado empírico, la segunda ley de la mecánica clásica sea simplemente una definición, es decir, una estipulación lingüística tendente a permitir que Newton dejara sentado el uso que iba a hacer en su teoría de un término clave como “fuerza”? En cuyo caso, ni tan siquiera habría lugar a confrontarla con los hechos.
Y, en general, cualquier principio científico podría ser puesto al abrigo de esa confrontación con sólo interpretarlo como una definición, lo que equivaldría a desplazarlo desde aquella zona periférica del sistema teórico en que el lenguaje contacta con la realidad al interior de dicho sistema, esto es, a aquella zona del mismo en que -lejos ya de la realidad- sólo queda el lenguaje.
Como contrapartida habría que añadir que ningún principio científico puede considerarse inmune o a salvo de revisiones, aunque no fuera más que porque toda definición es susceptible de ser sustituida por otra definición, según veíamos antes que ha ocurrido con la definición de “fuerza” a lo largo de la historia de la física.
¿Podría ocurrir algo por el estilo en la historia de la lógica, esto es, es concebible que un principio lógico -como el de tercio excluso- vea suspendida su vigencia y sea apeado de su condición de tal?
Vamos a ver que sí, al menos desde una concepción paratáctica de la lógica como la que estamos ahora considerando, para lo cual esos principios se hallarían a la par con los demás principios de la ciencia.
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El principio de tercio excluso presupone un principio lógico más básico -el llamado “principio de bivalencia”- que asegura que un enunciado tan sólo admite la doble posibilidad de ser considerado verdadero o falso, sin que quepa una tercera posibilidad al respecto.
El principio de tercio excluso presupone un principio lógico más básico -el llamado “principio de bivalencia”- que asegura que un enunciado tan sólo admite la doble posibilidad de ser considerado verdadero o falso, sin que quepa una tercera posibilidad al respecto.
Y es en virtud de ese principio por lo que el de tercio excluso se considera normalmente una “verdad lógica”: dado que X sería siempre un enunciado verdadero cuando no-X sea falso, y dado que la disyunción de esos dos enunciados es siempre verdadera con sólo que lo sea uno de sus miembros, el principio de tercio excluso será por tanto siempre verdadero. ¿Pero no cabría acaso discutir la estricta vigencia del principio de bivalencia y, por ende, la del principio de tercio excluso?
Imaginemos que, en lugar, de preguntarnos si es cierto que hoy llueve o no llueve, nos da por preguntarnos si es cierto que “mañana lloverá” o “no lloverá”, donde esos enunciados son los que en literatura filosófica se conoce como enunciados relativos a “futuros contingentes”, es decir, relativos a acontecimientos futuros que igual podrían tener lugar que no tenerlo, puesto que no es ni necesario ni imposible que acontezcan. Si fuésemos pacientes, lo natural sería aplazar nuestra respuesta a aquella pregunta hasta mañana, esperando a ver qué pasa.
Pero la gracia del asunto está en abandonarse a la impaciencia lógica -aun si quizás no demasiado “lógica” para la gente que se tiene a sí misma por sensata- e intentar responderla, como mejor podamos, hoy.
Alguien podría decir que no sabemos si mañana lloverá ni si no lloverá, pero que sí sabemos que ocurrirá una cosa u otra: tertium non datur.
Y quien diga así estará admitiendo, como nosotros antes lo hemos hecho que la verdad del principio de tercio excluso se halla en función de la verdad de sus dos enunciados componentes, que en nuestro caso ya sabemos relativos a futuros contingentes.
Ahora bien, quien diga hoy que el enunciado “mañana volverá” es verdadero parece estar diciendo que es necesario que mañana llueva, de la misma manera que quien diga hoy que ese enunciado es falso, lo que convierte en verdadera a su negación, parece estar diciendo que es imposible que ocurra tal cosa.
De suerte que, tanto en un caso como en otro, nos la habríamos con futuros necesarios e imposibles, no con futuros contingentes, lo que contradiría palmariamente nuestra hipótesis de partida.
La paradoja de los futuros contingentes puede dar la impresión de una paradoja algo tonta, mas sus implicaciones están lejos de ser instrascendentes.
Suspender la vigencia del principio de tercio excluso, por aludir a una prmera de esas implicaciones posibles, no es ninguna tontería.
Es lo que hace por ejemplo el matemático intucionista cuando rehusa pronnciarse acerca de la naturaleza par o impar de la enésima cifra decimal de un número irracional hasta no haber ejecutado todas las operaciones necesarias para obtener aquella cifra.
Como tampoco es ninguna tontería la suspensión de la vigencia del principio de bivalencia, que
equivale en rigor a la introducción de la “indeterminación” como un tercer valor a añadir a los dos valores clásicos de la “verdad” y la “falsedad”.
Una lógica trivalente de ese género pudiera ser la preferida por el físico que desea formalizar la relación de incertidumbre que para la mecánica cuántica se deriva de la imposibilidad de determinar simultáneamente la posición y la velocidad de una partícula subatómica.
Pero, por lo demás, entre la verdad absoluta y la absoluta falsedad caben no sólo uno, sino múltiples peldaños intermedios, desde enunciados “más verdaderos que falsos” hasta enunciados “más falsos que verdaderos”, lo que abre paso a la construcción de lógicas trevalentes, pentavalentes, etc., etc. Y si admitiéramos una infinidad de esos peldaños, nada habrá que nos impida construir lógicas infinitamente polivalentes.
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