miércoles, 16 de enero de 2008

de la intolerancia y los intolerados, las Tres Culturas



de la intolerancia y los intolerados

A través de la historia de la filosofía la figura del cordobés Moshé Ben Maimón siempre me interesó, digamos que por razones patrióticas, esto es, en la medida en que una asume de buen grado su condición de vástaga de un país de “judíos, moros y cristianos”. Un país que los primeros consideraron desde antiguo como suyo y les fue dado a trechos vivirlo como tal. Así fue en la Córdoba musulmana al menos hasta la oleada de fanatismo religioso que trajo consigo la invasión de los almohades en el siglo XII o en el Toledo de un siglo más tarde, el Toledo del cristianísimo rey Alfonso X el Sabio, de quien era reconocida su fama de piadoso y era buen rey consciente de haber nacido en una península de filósofos como lo testimonia el caso de “Aristotil”, a quien le atribuye la naturalidad española y “salió moço de su tierra y fuesse para Grecia”.
Como quiera que sea y por más que alardee de cuna de filósofos, la península ibérica ha solido ser tierra asaz inhóspita para nuestros colegas del pasado, y el afán de saber no ha sido el único motivo que obligó a expatriarse a tantos de ellos o a sus respectivas familias.
En el caso de Maimónides fue empujado a hacerlo por causa de la intolerancia, gracias a la que aquél acabaría convirtiéndose con el tiempo en cortesano del sultán Saladino en la ciudad de El Cairo.

Pero análogas razones llevaron a otra familia de judíos, varias centurias después, a trasladarse desde la localidad burgalesa de Espinosa de los Monteros a Portugal y luego a Holanda, lo que explica la presencia de Baruch de Spinoza en la comunidad hebrea de Amsterdam, de la que también, ay, se vería segregado por blasfemo.

Y un filósofo menor pero conmovedoramente atormentado, como Juan Luis Vives, había ya arrastrado una centuria antes su desazonador exilio de descendiente de conversos por esos mismos Países Bajos.

Y me acordé de una novela acerca de Juan Cabezón Castilla, que era un hijo de Israel, que tras el Edicto de expulsión de los Reyes Católicos, se embarca como gaviero en la nao Santa María de Cristóbal Colón buscando hallar mejor fortuna en lo que luego sería América. El largo brazo de la persecución no dejaría de alcanzar tarde o temprano a estos escapados, algunos de los cuales, refugiados en Curaçao bajo la protección de los tolerantes holandeses, volverían a embarcar allí con destino a Nueva York, por aquel entonces Nueva Amsterdam.

Pero no es cosa, en fin, de denigrar a los españoles. Siendo admiradora de fray Bartolomé de Las

Casas, los españoles no prodigaron a los indios un trato más infame que el que acostumbraban a prodigarse entre ellos mismos, lo que prueba al menos su sentido de la equidad.

Algo que queda reflejado en una obra apasionante cuya lectura os recomiendo -”La conquête de l'Amerique”, de Tzvetan Todorov-, en la que se describe, con perspicacia histórica y profundidad filosófica poco comunes, el drama del “descubrimiento del otro”, un descubrimiento capaz de transformar el cruento enfrentamiento en interacción comunicativa.

En México, por ejemplo, en una inscripción en la Plaza de las Tres Culturas, en el corazón de la antigua Tenochtitlán, dice lo siguiente: “El 13 de agosto de 1521, heroicamente defendido por Cuauhtémoc, Tlatelolco cayó en poder de Hernán Cortés. No fue triunfo ni derrota. Fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy”.

Y en cuanto a la intolerancia los propios españoles la han seguido sufriendo de otros españoles hasta ayer mismo, por resumir en dos palabras las trágicas consecuencias de una guerra civil.

Eso fue lo que le permitió la “empatriación” mexicana de un maestro como José Gaos, otro filósofo desterrado -o “transterrado” como él prefería decir tratándose de México, uno de cuyos textos juveniles, antes de su desarraigo y nuevo arraigo, es “Filosofía de Maimónides”. Al parecer el texto obedecía a un proyecto orteguiano de elaboración de una Historia de la Filosofía en España, en el que no podía faltar lógicamente el pensamiento judío. Y parece ser que Gaos estaba estudiando árabe antes de partir, por ser la lengua árabe en principal vehículo de expresión de dicho pensamiento sefarad.

Maimónides escribió una “Guía de Perplejos”, donde se incorpora la versión española del título como “Guía de los descarriados” que se limita a reproducir el título francés de Munk “Le guide des egarés”. Pero la obra de Maimónides no fue escrita para los que hubieran echado a andar por un camino equivocado, sino para los que, bien encaminados, se encuentran desconcertados, inciertos, confusos; en una palabra, perplejos ante una encrucijada que les oprime el ánimo... La encrucijada que plantea el abandono de la razón o de la fe causa una perplejidad ecompañada de un dolor violento y una insostenible situación vital que exige un guía o una guía que lleve por el camino de la resolución, y este trabajo lo debe realizar el filósofo que se avoca a mostrar la conciliación posible, porque para Maimónides la fe y la razón están inseparablemente unidas.

Aunque al talante racionalista del hombre moderno lo que le caracteriza es haber dejado de vivir la razón y la fe como algo inseparablemente unidos. La razón podría seguir siendo definida de manera que resulte compatible con la fe pero semejante definición se tornará vacua sino incorpora un componente vivencial que sólo la experiencia histórica puede suministrarle, en cuyo caso lo más probable es que la definición se torne ociosa.

Pues el ocaso de la religión y su relevo por el racionalismo filosófico está muy lejos de haber sido un suceso de parva significación y la conmoción originada por su impacto en la conciencia humana se prolonga problemáticamente hasta nuestros mismísimos días.
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Mas el precedente elogio de la perplejidad y de la tolerancia ¿qué diablos puede significar aquí? Al fin y al cabo, España pasa por ser un país proverbialmente intolerante.

Por increíble que parezca intolerantes fueron allí hasta los propios hebreos convertidos a la fe cristiana, como aquel tristemente famoso Salomón Haleví, rabino que llegó a obispo bajo el nombre de don Pablo de Santa María y alentó matanzas de sus hermanos de raza en la Castilla de finales de la Baja Edad Media. Como se ha dicho con amargura a propósito del socorrido tema de las dos Españas: “Desengáñese, amigo. España sólo ha habido una, la intolerante. Y cuatro o cinco intolerados.”

Salvo los “cuatro o cinco intolerados” de que hablaba un viejo profesor -en realidad, algunos más de acuerdo con el censo de heterodoxos de don Marcelino Menéndez y Pelayo, que se prolongaría, prolongando la herencia de nuestros ilustrados, hasta incluir a los filósofos del exilio latinoamericano-, los españoles no supimos ser sabios.

De nosotros se cuenta que dijo Nietzsche, ya postrado, esta frase inquietante: “España, España es un pueblo que ha querido demasiado”, de hecho quiso ser como dios y poseer la clave para imponer a propios y extraños la tiranía de un único dios.

Pero me malicio que vamos a necesitar de aliviarnos de la bochornosa indigestión de pasadas glorias y debería exigir un serio examen de conciencia, como si los problemas que agitaron a cristianos, moros y judíos fuera un transunto del universo de hoy que multiverso y aglomerado se agita bajo una civilización de veras planetaria.

sylphides
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un mito de la decadencia

el problema israelita

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