Basta tener hambre para saber que la corrupción es más humana que la virtud, acercarse a la poesía para entender que la angustia es benéfica. Y siguiendo esta lógica, afirmo que en el hastío duerme una rebelión que tarde o temprano sacudirá a Europa.
En medio de sus perplejidades y sus apatías, Europa guarda, sin embargo, una convicción, sólo una, de la que por nada del mundo consentiría separarse, la de tener un porvenir de víctima, de sacrificada. Firme e intratable por una vez, se cree perdida, quiere estarlo y lo está.
Por otra parte ¿acaso no le han enseñado desde hace mucho que nuevas razas vendrían a reducirla y humillarla? En el momento en que parecía en pleno auge, en el siglo XVIII, el abate Galiani constataba ya que estaba en su declive y se lo anunciaba. Rousseau, por su parte, vaticinaba: «Los tártaros se convertirán en nuestros amos: esta revolución me parece infalible». Decía la verdad.
Por lo que respecta al siglo siguiente, es conocida la célebre frase de Napoleón sobre los cosacos y las angustias proféticas de Tocqueville, de Michelet o de Renán. Estos presentimientos han tomado cuerpo, estas intuiciones pertenecen ahora a las pertenencias de lo vulgar.
No se abdica de un día para otro: es precisa una atmósfera de retroceso cuidadosamente fomentada, una leyenda de derrota. Esta atmósfera está creada, como la leyenda.
Y lo mismo que los precolombinos, preparados y resignados a sufrir la invasión de los conquistadores lejanos, debían resquebrajarse cuando estos llegaron, igualmente los occidentales, demasiado instruidos, demasiado penetrados de su servidumbre futura, no emprenderán, sin duda, nada para conjurarla. No tendrían, por otra parte, ni los medios ni el deseo, ni la audacia.
Los cruzados, convertidos en jardineros, se han desvanecido de esa posteridad casera en la que ya no queda ninguna huella de nomadismo.
Pero la historia es nostálgica del espacio y horror del hogar, sueño vagabundo y necesidad de morir lejos..., pero la historia es precisamente lo que ya no vemos en torno nuestro.
Existe una saciedad que instiga al descubrimiento, a la invención de mitos, mentiras instigadoras de acciones: es ardor insatisfecho, entusiasmo mórbido que se transforma en sano en cuanto se fija en un objetivo pero existe otro que disociando al espíritu de sus poderes y a la vida de sus resortes, empobrece y reseca.
Hipóstasis caricaturesca del hastío, deshace los mitos o falsea su empleo. Una enfermedad, en resumen. Quien quiera conocer sus síntomas y su gravedad, se equivocaría en ir a buscarlos lejos: que se observe a sí mismo, que descubra hasta qué punto de Oeste éste le ha marcado ...
Si la fuerza es contagiosa, la debilidad no lo es menos: tiene sus atractivos; no es fácil resistírsele. Cuando los débiles son legión, os encantan os aplastan: ¿cómo luchar contra un continente de abúlicos? Dado que el mal de la voluntad es además agradable, uno se entrega a él gustoso. Nada más dulce que arrastrarse al margen de los acontecimientos; y nada más razonable.
La pesadilla de Europa
Si aspiro a una carrera metafísica, no puedo a ningún precio guardar mi identidad; debo liquidar hasta el menor residuo que me quede de ella; mas si, por el contrario, me aventuro en un papel histórico, la tarea que me incumbe es exasperar mis facultades hasta que estalle con ellas. Siempre se perece por el yo que se asume; llevar un nombre es reivindicar un modo exacto de hundimiento.
Pero, imperialistas en nombre de un sueño obtuso y de una ideología hostil a todos los valores surgidos en el Renacimiento, debían cumplir su misión al revés y echarlo a perder todo para siempre. Llamados a regir el continente, a darle una apariencia de ímpetu, aunque no fuera más que por unas cuantas generaciones (el siglo XX hubiera debido ser alemán, en el sentido en que el XVIII fue francés), se le arreglaron tan torpemente que apresuraron su desastre. No contentos de haberlo zarandeado y puesto patas arriba, se lo regalaron, además, a Rusia y América, pues es para éstas para quien supieron tan bien guerrear y hundirse.
De este modo, héroes por cuenta de otros, autores de un trágico zafarrancho, han fracasado en su tarea, en su verdadero papel. Después de haber meditado y elaborado los temas del mundo moderno, y producido a Hegel y Marx, hubiera sido su deber ponerse al servicio de una idea universal, no de una visión de tribu.
Y, sin embargo, esta misma visión, por grotesca que fuese, testimoniaba a su favor ¿acaso no revelaba que sólo ellos, en Occidente, conservaban algunos restos de barbarie, y que eran todavía capaces de un gran designio o de una vigorosa insania? Pero ahora sabemos que no tienen ya el deseo ni la capacidad de precipitarse hacia nuevas aventuras.
Que su orgullo, al haber perdido su lozanía, se debilita como ellos, y que, ganados a su vez por el encanto del abandono, aportarán su modesta contribución al fracaso general.
Tal cual es, Occidente no subsistirá indefinidamente: se prepara para su fin, no sin conocer un período de sorpresas ... Pensemos en lo que ocurrió entre los siglos V y X. Una crisis mucho más grave le espera; otro estilo se dibujará, se formarán pueblos nuevos. Por el momento, afrontemos el caos. La mayoría ya se resigna a él. Invocando la historia con la idea de sucumbir a ella, abdicando en nombre del futuro, sueñan, por necesidad de esperar contra sí mismos, con verse remozados, pisoteados, «salvados»... Un sentimiento semejante había llevado a la antigüedad a ese suicidio que era la promesa cristiana.
El intelectual fatigado resume las deformidades y los vicios de un mundo a la deriva. No actúa: padece; si se vuelve hacia la idea de tolerancia, no encuentra en ella el excitante que necesita. Es el terror quien se lo proporciona, lo mismo que las doctrinas de las que es desenlace. ¿Que él es la primera víctima? No se quejará. Sólo le seduce la fuerza que le tritura. Querer ser libre es querer ser uno mismo; pero él ya está harto de ser él mismo, de caminar en lo incierto.
«Ponedme las cadenas de la Ilusión», suspira, mientras dice adiós a las peregrinaciones del Conocimiento. Así se lanzará de cabeza en cualquier mitología que le asegure la protección y la paz del yugo.
Declinando el honor de asumir sus propias ansiedades, se comprometerá en empresas de las que obtendrá sensaciones que no sabría conseguir de sí mismo, de suerte que los excesos de su cansancio reforzarán las tiranías.
Iglesias, ideologías, policías, buscad su origen en el horror que alimenta por su propia lucidez mejor que en la estupidez de las masas. Este aborto se transforma, en nombre de una utopía de pacotilla, en enterrador del intelecto y, persuadido de hacer un trabajo útil, prostituye el «estupidizaos»1, divisa trágica de un solitario.
Seamos justos: en el punto en que están las cosas ¿qué otra cosa podría hacer? El encanto y la Originalidad de Europa residen en la acuidad de su espíritu crítico, en su escepticismo militante, agresivo; este escepticismo ha concluido su época. De este modo el intelectual, frustrado de sus dudas, se busca las compensaciones del dogma. Llegado a los confines del análisis, aterrado de la nada que allí descubre, vuelve sobre sus pasos e intenta agarrarse a la primera certidumbre que pasa;
pero le falta ingenuidad para adherirse a ella plenamente; a partir de entonces, fanático sin convicciones, ya no es más que un ideólogo, un pensador híbrido, como se encuentran en todos los períodos de transición.
Participando de dos estilos diferentes es, por la forma de su inteligencia, tributario de lo que desaparece, y, por las ideas que defiende, de lo que se perfila. A fin de comprenderle mejor, imaginémonos un San Agustín convertido a medias, flotando y zigzagueando, y que no hubiera tomado del cristianismo más que el odio al mundo antiguo. ¿Acaso no estamos en una época simétrica de la que vio nacer La Ciudad de Dios? Difícilmente puede concebirse libro más actual. Hoy como entonces, los espíritus necesitan una verdad sencilla, una respuesta que los libre de sus interrogantes, un evangelio, una tumba.
Sea cual sea el mundo futuro, los occidentales desempeñarán en él el papel de los graeculi en el imperio romano. Buscados y despreciados por el nuevo conquistador, no tendrán, para imponerse a él, más que los malabarismos de su inteligencia y el maquillaje de su pasado. Ya se distinguen en el arte de sobrevivir. Síntomas de acabamiento por doquiera: Alemania ha dado su medida en la música: ¿cómo creer que descollará en ella todavía?
Ha gastado los recursos de su profundidad, como Francia los de su elegancia.
Una y otra ‑y, con ellas, toda esa parte del mundo‑ están en quiebra, la más prestigiosa desde la antigüedad.
Vendrá después la liquidación: perspectiva no desdeñable, respiro cuya duración no se deja evaluar fácilmente, período de facilidad en el que cada uno, ante la liberación finalmente llegada, estará feliz de tener tras de sí las torturas de la esperanza y de la espera.
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China:
Las civilizaciones jadeantes se agotan más rápidamente que las que se acomodan en la eternidad.
China, dilatándose durante milenios en la flor de su vejez, propone el único ejemplo a seguir; sólo ella ha llegado también desde hace mucho a una sabiduría refinada, superior a la filosofía: el taoísmo supera todo lo que el espíritu ha concebido en el plano del desapego. Contamos por generaciones: es la maldición de las civilizaciones apenas seculares el haber perdido, en su cadencia precipitada, la conciencia intemporal.
Según toda evidencia estamos en el mundo para no hacer nada; pero, en lugar de arrastrar perezosamente nuestra podredumbre, exhalamos sudor y echamos los bofes en el aire fétido. La Historia entera está en estado de putrefacción; sus relentes se desplazan hacia el futuro: hacia allí corremos, aunque no sea sino por la fiebre inherente a toda descomposición.
Es demasiado tarde para que la humanidad se emancipe de la ilusión del acto, es sobre todo demasiado tarde para que se eleve a la santidad del ocio.)
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Estos textos están basados en Cioran, el filósofo rumano francés.
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