Las dificultades de las mujeres para lograr que se reconozcan sus derechos sociales y políticos se basan en esta relación entre biología y cultura, sobre la que nunca se ha pensado lo suficiente.
Rechazar hoy en día toda explicación de tipo biológico -porque la biología, paradójicamente, haya servido para explotar a las mujeres- es negar la clave interpretativa de la explotación misma.
Ello significa también mantenerse en la ingenuidad cultural que se remonta al establecimiento del reino de los dioses-hombres: sólo lo que se manifiesta con formas de hombre es hijo divino del padre, sólo lo que presenta un parecido inmediato con el padre es legitimable como hijo portador de valor. Los deformes y los atípicos se ocultan con vergüenza. Las propias mujeres deben habitar la noche y la casa, entre velos y despojadas de su identidad por no ser una manifestación de las formas correspondientes a los cromosomas sexuados masculinos.
Así pues para obtener un estatuto subjetivo equivalente al de los hombres, las mujeres deben hacer que se reconozca su diferencia. Deben afirmarse como sujetos portadores de valor, hijas de madre y de padre, respetuosas del otro en ellas y exigiendo de la sociedad idéntico respeto.
Pero todo el marco de su identidad está por construir, o reconstruir. Me gustaría indicar aquí algunos sencillos ejemplos para fomentar las relaciones de identidad entre madres e hijas, el espacio menos cultivado de nuestras sociedades. Así es, ya que se encuentra doblemente excluido de las culturas patriarcales, pues la mujer es rechazada como mujer-sujeto, y la hija no recibe un reconocimiento paritario como hija-sujeto. Los valores dominantes en nuestras culturas son los que manifiestan visiblemente su pertenencia al género masculino.
¿Cómo salir de este engranaje endiabladamente riguroso del orden patriarcal falocrático? ¿Cómo dar a las hijas la posibilidad de un espíritu y un alma? Eso puede realizarse gracias a la existencia de relaciones subjetivas entre madres e hijas. Ofrezco aquí algunas sugerencias prácticas para cultivar este tipo de relación:
1. Volver a aprender el respeto a la vida y a los alimentos. Ello significa reencontrar el respeto a la madre y a la naturaleza. Con frecuencia olvidamos que las deudas no se pagan sólo con dinero y que no todos los alimentos pueden comprarse. Este punto, que concierne también, como es evidente, a los hijos varones, es imprescindibe para las mujeres si quieren redescubrir su identidad.
2. Es conveniente colocar hermosas imágenes (no publicitarias) de la pareja madre-hija en todas las casas y lugares púbicos. Resulta patógeno para las hijas encontrarse siempre ante representaciones madre-hijo, especialmente en la dimensión religiosa. Propongo, por ejemplo, a todas las mujeres de tradición cristiana que coloquen en las habitaciones comunes de sus casas, en las de sus hijas y las de ellas mismas una imagen que represente a María y a su madre Ana.
Existen en esculturas y pinturas fáciles de reproducir. Les aconsejo también exponer fotografías en las que figuren al lado de su(s) hija(s), e incluso de sus madres: madre, padre e hija. Estas representaciones tienen como meta dar a las hijas una figuración valoradora de su genealogía, condición indispensable para constituir su identidad.
3. Propongo a las madres suscitar ocasiones de emplear con su(s) hija(s) el plural femenino. Pueden también inventar palabras y frases para designar las realidades que experimentan e intercambian, pero para las que no poseen un lenguaje.
4. Es igualmente necesario que madres e hijas descubran o fabriquen objetos intercambiables entre ellas para definirse como un yo -nosotras- y un tú femeninos. Digo “intercambiables” porque los objetos que se pueden compartir, fraccionar, consumir en común pueden prolongar la fusión. Los únicos asuntos que habitualmente intercambian las mujeres son los referidos a los niños, a la comida, y, a veces, a su arreglo personal o a sus aventuras sexuales. Pero ésos no son objetos intercambiables. Y para bien hablar de los otros y de sí mismas, es útil poderse comunicar a propósito de las realidades del mundo, poder intercambiar alguna cosa.
5. Sería útil que las madres enseñaran muy pronto a las hijas el respeto a la diferencia no jerárquica de los sexos: él es él; ella es ella. El y ella no se reducen a ser funciones complementarias, sino que corresponden a identidades distitnas. Mujeres y hombres, madres y padres, hijas e hijos, poseen formas y cualidades diferentes. No pueden ser identificados sólo por sus acciones y sus roles.
6. Para establecer o prolongar las relaciones consigo misma y con el otro es indispensable disponer de un espacio. A menudo, las mujeres quedan reducidas a los espacios internos de su matriz o de su sexo, en la medida en que estos son útiles para la procreación y el deseo de los hombres. Es importante que dispongan de un espacio exterior propio que les permita moverse de dentro afuera de ellas mismas, de experimentar su condición de sujetos libres y autónomos. ¿Cómo conceder una oportunidad a la creación de este espacio entre madres e hijas? Veamos algunas propuestas:
a) Sustituir, siempre que sea posible, las magnitudes artificiales por las magnitudes humanas.
b) Evitar alejarse de los espacios naturales, cósmicos.
c) Jugar con los fenómenos que produce el espejo y los de simetría y asimetría (especialmente derecha-izquierda) para reducir la proyección y la anulación en el otro, y los fenómenos de indiferenciación con el otro, ya sea la madre, el padre, la futura pareja amorosa, etc.
d) Aprender a no moverse siempre en el mismo sentido, lo que no significa dispersión, sino un saber circular de dentro afuera y de fuera adentro de una misma.
e) Interponer entre la madre y la hija pequeños objetos realizados a mano para compensar las pérdidas de identidad espacial, las fracturas del territorio personal.
f) No contentarse con describir, reproducir o repetir lo ya existente; saber inventar o imaginar lo que aún no ha tenido lugar.
g) En los intercambios verbales, crear frases en las que el yo-mujer hable al tú-mujer, especialmente de ella misma o de una tercera mujer. Esta clase de lenguaje, prácticamente inexistente, contrae enormemente el espacio de la libertad subjetiva de las mujeres. Podemos empezar a crearlo sirviéndonos de la lengua habitual. Madres e hijas pueden practicarlo bajo la forma de juegos afectivos y didácticos. Esto significa concretamente que la madre-mujer se dirige a la hija-mujer, que utiliza las formas gramaticales del femenino, que habla de cosas que les conciernen, que habla de ella misma e invita a su hija a hacerlo, que evoca su genealogía, en especial la relación con su madre, que habla de ella misma, que habla a su hija de las mujeres que tienen una dimensión pública en la actualidad y de aquellas que la tuvieron en la Historia o en la mitología, que pide a su hija que le hable de sus amigas, etc. Cuando las hijas comienzan a frecuentar el colegio aprenden el discurso del él/ellos o del entre-él/ellos. En cuanto a las escuelas mixtas, aunque presentan ciertas ventajas, desde este punto de vista serán poco favorables al desarrollo de la identidad de las niñas mientras los códigos lingüísticos -gramatical, semántico y lexicológico- no evolucionen.
Sólo la madre está actualmente en condiciones de preocuparse de dar a su hija, a sus hijas, una identidad como tales. Las hijas que somos nosotras, más conscientes de aquellas cuestiones que conciernen a las necesidades de nuestra liberación, podemos también educar a nuestras madres y educarnos entre nosotras. Todo ello me parece indispensable para los cambios sociales y culturales que estamos necesitando.
Andrómeda
(y Luce Irigaray)
~ madres e hijas, II