En Europa se mantuvo durante siglos una gran diversidad de planteamientos con respecto a la tecnología y las instituciones; la combinación de diversidad y emulación dio lugar a multitud de escuelas teóricas y soluciones tecnológicas, continuamente comparadas, moldeadas y desarrolladas en los mercados. La competencia entre ciudades-Estado -más tarde entre naciones-Estado- financió el flujo de inventos que también surgieron como subproductos no pretendidos de la emulación entre naciones y gobernantes en la guerra y el lujo. Una vez que se observó que dedicar parte de los recursos a la resolución de problemas en periodo de guerra producía inventos e innovaciones, ese mismo mecanismo se pudo aplicar en tiempos de paz.
En la teoría basada en el trueque y en el intercambio -representada hoy día por la teoría neoclásica estándar- la economía es una máquina que genera armonía si se la deja funcionar por su cuenta, sin interferir en ella. De ahí la atención tan especial que se presta actualmente a las variables financieras y monetarias. En esa teoría, los factores que potencian el crecimiento económico -nuevos conocimientos, nuevas tecnologías, sinergias e infraestructura-, o bien quedan fuera de la teoría, o desaparecen en una búsqueda abstracta de promedios tales como la “empresa representativa”. En la teoría basada en la producción, en cambio, donde las variables financieras y monetarias no son más que el andamiaje necesario para poner en marcha el motor central, esto es, la capacidad productiva del país, sucede lo contrario. Pero precisamente porque los factores antes mencionados son ignorados es por lo que la teoría estándar llega a conclusión de que la globalización beneficiará por igual a todos, incluso a los países que desde el punto de vista de los conocimientos necesarios se hallan todavía en la Edad de Piedra. El desarrollo, así pues, tiende a entenderse como acumulación de capital más que como emulación y asimilación de conocimientos.
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Esas dos visiones diferentes de las características económicas fundamentales de los seres humanos llevan a teorías y políticas económicas notablemente divergentes. Si bien Adam Smith tienen en cuenta los inventos, éstos provienen de algún lugar fuera del sistema económico (son exógenos), no están condicionados (información perfecta) y en principio llegan simultáneamente a todas las comunidades e individuos. Del mismo modo, las innovaciones y nuevas tecnologías son creadas automáticamente y libres de cargas por una mano invisible que, en la ideología económica actual, se llama “el mercado”. Resulta notable que Abraham Lincoln y Karl Marx, generalmente considerados polos opuestos en el eje derecha-izquierda de la política moderna, estuvieran totalmente de acuerdo en su oposición a la visión de la humanidad expuesta por Adam Smith.
Durante los dos periodos mencionados, las décadas de 1840 y de 1990, se propagó la fe más fuerte que nunca se ha tenido en el mercado como única forma de asegurar la armonía y el desarrollo. En la dácada de 1840 ese fenómeno recibía el nombre de “libre comercio”, y hoy se le llama “globalización”. Durante un largo periodo de tiempo el mercado de valores no apreció las diferencias entre el enorme aumento de productividad y la posición dominante en el mercado de las empresas que encabezaban el nuevo paradigmática tecnoeconómico, como US Steel and Microsoft, y las características de las industrias en sectores maduros como la producción de cuero y otros artículos de baja tecnología. Incluso ahora, los políticos de todo el mundo parecen convencidos de que ha sido la apertura de la economía y su libre comercio, más que sus avances tecnológicos, los que han enriquecido a las empresas de Silicon Valley.
Del mismo modo que en tales periodos la conciencia popular espera que las cotizaciones en Bolsa atraviesen el techo, sea cual sea el sector industrial en cuestión, también se crea la ilusión paralela de que todos se pueden hacer más ricos con tal de que se conceda al mercado una libertad total. John Kenneth Galbraith llamaba a esto “totemismo del mercado”.
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