viernes, 10 de diciembre de 2010

graeculi nostri

 
 
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A diferencia de otros países europeos la influencia directa de la tradición bizantina en España fue mucho menor que en otros países europeos. Este factor fue, con toda seguridad, una de las causas que contribuyeron al ascenso definitivo a finales del s. XVII de la pronunciación reformada. Eruditos de la talla de Demetrio Ducás poco pudieron hacer por mantener la tradición en medio del sórdido ambiente académico español de la época. Analizadas en su contexto podemos llegar a entender las mezquindades de aquellos tiempos. Lo que resulta, sin embargo, menos comprensible es que a día de hoy no hayamos todavía superado ciertos prejuicios sobre la didáctica del griego y repitamos clichés que han sido tan poco beneficiosos para nuestra especialidad.
Son pocos los datos que tenemos sobre la vida y obra de  intelectuales, artistas y profesores procedentes de la diáspora griega en su paso por nuestro país. (35) Curiosamente, en algunos casos su visita fue fugaz y ello debido al ruin recibimiento dispensado por  las autoridades  y colegas españoles de entonces. Algo de esto le sucedió, por ejemplo, al ya citado filólogo de Creta, Demetrio Ducás, que fue invitado por el Cardenal Cisneros para enseñar griego en el colegio de San Ildefonso y cooperar en la edición de la Políglota.
Ducás venia de imprimir en Venecia para Aldo Manuzio varias ediciones de autores clásicos. En Alcalá, sin embargo, tuvo que poner de su bolsillo trescientos reales para costear la edición de los Erotemata de Crisolarás y varios textos gramaticales de Chalcondylis y Gazis como material para sus clases en la Complutense. (36) Al morir Cisneros en 1518, cuando se termina de imprimir laPolíglota, Ducás, descontento con su situación, abandona Alcalá. Ocho años más tarde lo volvemos a encontrar en Roma prosiguiendo su labor editorial y ocupando una digna cátedra de griego.
Las universidades españolas no volverían a acoger en sus aulas a un profesor griego hasta un siglo después. Y lo hicieron con no pocas reticencias, como ocurrió con Neófito Rodinós, que ocupó la cátedra de medianos de Salamanca después de un escrupuloso y algo denigrante examen, en el cual tuvo que sortear las impertinencias de Gonzalo Correas y Baltasar Céspedes, quienes por prejuicios de orden religioso, cuestionaron su valía y trataron de evitar a toda costa su ingreso en el alma mater salmantina. A pesar del informe negativo, el claustro lo aceptó, si bien Rodinós no duraría más de cuatro años. A las pésimas condiciones económicas se sumó en ocasiones el trato despectivo que el clérigo chipriota recibió y que finalmente propició el abandono de su puesto docente.
Para suplir a Rodinós se pensó en otro griego, del círculo de amistades del Greco en Toledo, Digenís Paramonaris. El sucesor de Rodinós tardaría poco en comprobar que con la mísera retribución de 80 ducados que percibía en su cátedra de griego no daba para muchos derroches en Salamanca. El aumento de salario solicitado le fue denegado, entre otros motivos por la intervención decisiva de Correas, quien señaló al Rector que “no tenía buena enseñanza ni podía sacar discípulos.” Así que Paramonaris decidió marcharse a Madrid, donde le perdemos la pista. (37)
Casi nada sabemos de Constantino Sofía, el único griego que, al parecer, ocupó una cátedra de griego hasta su muerte, en Alcalá. Como las clases tampoco eran suficiente para subsistir, Sofía se ganó también la vida como traductor e intérprete de la embajada griega. Sofía, al parecer, es el último nativo que contratamos en nuestras universidades en aquella época. El primero del que se tiene noticia fue otro chipriota, Hércules Floro Alexikachos, al que también desaprovechamos, pues no dio griego, sino latín.
Pocos y confusos son los datos que tenemos sobre la metodología que empleaban estos profesores en sus aulas. Del que más informaciones tenemos es de Ducas. Éste enseñaba a sus alumnos complutenses a hablar, leer y escribir griego como lengua viva mediante el método tradicional de los erotemata, siguiendo con la tradición bizantina practicada en otras universidades europeas. Gil nos da algunos datos del capítulo propio que Ducas  añade en la edición de 1414, a saber la presentación del nomen, figura y potestas de cada letra. En él Ducas utilizaba el nombre “moderno” de los signos, llamando, por ejemplo, vita a la β.
A  Luís Gil le sorprende, no obstante, que no atribuya a todas las letras la “pronunciación que habría sido de esperar en un griego”. Es un sistema ecléctico similar al de Antonio Nebrija. Atribuye, por ejemplo, a β el sonido b, a la η el de e larga, al diptongo αι el sonido de ae,  a αυ el de au, a ει el de ι, ευ se pronuncia eu, οι como oe, mientras que para ου mantiene el sonido u. La explicación que encuentra Gil a esta desviación la encuentra en el influjo de la obra del ilustre gramático español.
De forma similar López Rueda (op. cit.), que califica el sistema del griego como pronunciación “casi erasmiana”, sostiene que es deudor de las ideas de Manuzio y Nebrija. Por lo que se ha comentado más arriba sobre la delicada situación de los griegos en España, a mi modo de ver se trata simplemente de un claro ejemplo de rendición resignada del pueblo griego en Europa. En este sentido Morocho Gayo (38) aporta un dato interesante sobre la discrepancia de pareceres que hubo entre los miembros de Cisneros a la hora de transcribir al latín los nombres de origen griego en la edición de la Políglota. Según se deduce de la correspondiente Introductio quam brevissima ad graecas literas, las cuestiones más debatidas fueron los espíritus y acentos. Finalmente se impusieron los criterios de Nebrija, aunque Ducás consiguió que se utilizaran las formas itacistas en los nombres de profunda raigambre en la tradición litúrgica de la iglesia ortodoxa.
Prácticamente nada sabemos de la metodología del resto. No es improbable que viendo la presión que recibían de sus colegas católicos y la obstinación en general de los erasmistas que pretendían demostrar lo indemostrable, los eruditos bizantinos tuvieran que acabar cediendo para evitar más problemas, como lo hacen la mayoría de los filólogos griegos en la actualidad cuando se encuentran en reuniones internacionales.
De Rodinós Luís Gil, aportando un dato más sobre la poco gratificante estancia del chipriota en Salamanca, recoge la noticia de que en una ocasión, el 16 de mayo del mismo año en que había pedido limosna para irse a su convento, “tuvo que pasar por el bochorno de que el visitador de su cátedra lo encontrara en su aula solo, sin rastro de alumnos.” En sus conclusiones sobre los métodos de enseñanza y el aumento progresivo del desinterés por el griego en las universidades españolas del s. XVII De Andrés  (op. cit.) interpreta sin más la anécdota del siguiente modo:
Si a estos motivos se unía la escasa calidad de la mayoría de los profesores, no debe admirarnos el hecho de que las clases se vieran con frecuencia sin alumnos, como ocurrió en Salamanca con Fray Neófito Ródeno, o en Alcalá, después de la muerte de Joseph Joy.” Y continúa con similares juicios infundados sobre la pésima calidad de Rodinós y Paramonaris: “profesor excepcional debió ser Baltasar Céspedes. Así lo atestiguan las palabras del rector… También debió tener buenas cualidades para la enseñanza el Maestro Correas y, sin duda, se dedicó de lleno y con entusiasmo a su labor docente. Pero al otro lado de estas excepciones hubo grandes calamidades como Neófito Ródeno, que se quedó sin alumnos, o Diógenes Aramonero, de quien el Rector dice que en las visitas que había hecho a su cátedra había podido comprobar que no tenía despejo para la enseñanza.”
No sabiendo la causa real de la ausencia masiva del alumnado de Rodinós, ni conociendo las ideas de los rectores en cuestión en materia de didáctica, no me atrevería realizar tal tipo de afirmaciones, a no ser que a ello me indujeran mis prejuicios. Puestos a utilizar comentarios de la época por qué no recoger también un testimonio relacionado con la docencia del Maestro Correas recogido en el primer libro de Visitas de Cátedras de Alcalá. En el segundo cuatrimestre del curso 1527-8 consta en las actas que los alumnos complutenses de griego se quejaron del bachiller Correas, cuando substituía a Francisco de Vergara, “porque no les ejercita en la conversación” solicitando como remedio “que oviese mas exerçiçio de plática.” (39)
Aquí nos topamos, claro está, con otro problema, el de la enseñanza del griego como lengua viva. Había profesores como Hernán Núñez de Guzmán y Francisco de Vergara, que sucedieron a Ducás en la cátedra Complutense, Jerónimo de Ledesma en Valencia o Baltasar de Céspedes en Salamanca, entre otros, que eran partidarios de reducir el estudio gramatical y dar énfasis al uso escrito y oral del griego, según la metodología tradicional bizantina. No faltó, sin embargo, quienes sostenían que hablar griego no era tan importante como el latín, ya que esta era, para ellos, la lengua que había de ser común para todos los intelectuales europeos. El griego, obviamente, estaba ya corrupto y nadie se podía entender aplicando pronunciaciones reformadas al uso según las diferentes lenguas modernas. Las prácticas de composición escrita se mantuvieron durante algún tiempo, pero poco a poco también dejarían de realizarse. Lo mismo le acabó sucediendo al latín. Además, con la idea de facilitar el aprendizaje de estas lenguas -de su gramática básicamente, porque ya no se aspiraba a alcanzar competencia lingüística-, se acabó imponiendo el uso de las lenguas romances como lengua vehicular, en las clases y en las gramáticas de uso docente.  Las consecuencias son conocidas, aunque pocos lo reconocen. Enseñar y aprender de forma natural griego y latín cada vez resultaba más dificultoso, por lo extraño de encontrar profesores que dominaran estas lenguas consideradas a la sazón muertas. Quienes menos las conocían verdaderamente, eran precisamente quienes más reglas gramaticales daban a sus alumnos.
Concluyo con la opinión al respecto de Luís Gil, quien en su análisis del problema del método en los estudios de griego en aquella época deduce lo siguiente: “A los pobres resultados del aprendizaje contribuía también la desacertada pretensión de que los alumnos alcanzasen la competencia activa de la lengua, es decir, que escribieran y se expresaran correctamente en griego, como se hacía con el latín. Fue preciso acercarse al final de la centuria para que Pedro Simón Abril hiciera extensiva al griego la célebre paradoja del Brocense de que Latine loqui corrumpit ipsam latinitatem y concluyese sobre ambas lenguas que «usallas ni hablando ni escriviendo casi ia no se puede hazer sin destruillas»”. (40)
Si De Andrés compartía la postura de su profesor de que aprender hablar griego, como latín, es una pérdida de tiempo, se entienden entonces los juicios peyorativos emitidos sobre los profesores bizantinos que conocieron nuestras universidades.
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35. Véase Luis Gil, “Griegos en España (siglos XV-XVII)”, en M. Morfakidis- I. García Gálvez (eds.), Estudios Neogriegos en España e Iberoamérica, vol. II, Granada 1997, pp. 123-143.
36.  Libro publicado en Alcalá de Henares en 1514.
37. Cf. Teófilo de Lozoya, “El Griego en la Universidad de Toledo“.
38. G. Morocho Gayo, “Los griegos de hoy en el Humanismo renacentista español”, en M. Morfakidis- I. García Gálvez (eds.), Estudios Neogriegos en España e Iberoamérica, vol. II, Granada 1997, pp. 145-171.
39. El testimono en Morocho Gayo, op. cit., n. 53.

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