La cuestión del otro (Luce Irigaray)
por Paboni
sábado, 30 de mayo del 2009 a las 01:07
guardado en Filosofía, Psicología
Traducido por Eduardo Mattio
La filosofía occidental, quizás la filosofía toda, ha sido construida alrededor de un sujeto singular. Por siglos, nadie imaginó que pudiesen existir sujetos diferentes, o que el hombre y la mujer, en particular, pudiesen ser sujetos diferentes.
Por supuesto, desde el fin del siglo XIX, se ha prestado una mayor atención a la cuestión del otro. El sujeto filosófico, de aquí en más un sujeto sociológico, se volvió un poco menos imperialista, reconociendo que existen identidades diferentes de la suya: los niños, los locos, los “salvajes”, los trabajadores, por ejemplo.
Había pues diferencias empíricas que respetar; no todos éramos lo mismo, y era importante prestar un poco más de atención a los otros y a su diversidad. Sin embargo, el modelo fundamental del ser humano permanecía inmodificado: uno, único, solitario, históricamente masculino, el del hombre occidental adulto, racional, competente. La diversidad observada era así pensada y experimentada de manera jerárquica, lo múltiple siempre subordinado a lo uno. Los otros sólo eran copias de la idea de hombre, una idea potencialmente perfecta, que todas las copias más o menos imperfectas debían esforzarse por igualar. Estas copias imperfectas, además, no eran definidas a partir sí mismas, en otras palabras, como un subjetividad diferente, sino más bien en términos de una subjetividad ideal y en función de sus inadecuaciones con respecto al ideal: la edad, el sexo, la raza, la cultura, etc. El modelo de sujeto así permanecía único y los “otros” representaban ejemplos menos buenos, jerarquizados con respecto al sujeto singular.
Este modelo filosófico corresponde, además, al modelo político del líder considerado como el mejor, en realidad como el único capaz de gobernar ciudadanos más o menos a la altura de su identidad humana, más o menos civiles.
Esta posición relativa a la noción del otro sin duda explica el rechazo de Simone de Beauvoir a identificar a la mujer con lo otro. No queriendo ser “segunda” con respecto al sujeto masculino, ella pedía, como un principio de subjetividad, ser igual al hombre, ser lo mismo que o similar a él.
Desde el punto de vista de la filosofía, esa posición implica un retorno al sujeto único, históricamente masculino, y a la invalidación de la posibilidad de una subjetividad distinta de la del hombre. Si el trabajo crítico de Beauvoir acerca de la desvalorización de la mujer como “secundaria” en la cultura es válida en cierto sentido, su rechazo a considerar la cuestión de la mujer como “otro” representa, filosófica y aún políticamente, una regresión significativa. De hecho, su pensamiento es históricamente menos avanzado que el de ciertos filósofos que consideran la noción de relaciones posibles entre dos o más sujetos: los filósofos existenciales, personalistas, y los filósofos políticos. Del
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1)Publicado en inglés con el título “The Question of the Other” en Yale French Studies, nº 87, AnotherLook, Another Woman, ed. Huffer, 1995, Yale University, trad. de Noah Guynn. Publicado en francés con el título “La question de l’autre” en Labrys: études féministes, numéro 1-2, juillet/décembre 2002.. Para su traducción hemos tenido en cuenta ambas versiones.
mismo modo, ella está en la retaguardia de las luchas de las mujeres por el reconocimiento de una identidad propia.
Las afirmaciones positivas de Simone de Beauvoir representan, en mi opinión, un error teórico y práctico, ya que implican la negación de una otra [d’un(e) autre] de valor equivalente al del sujeto.
El otro: mujer
El foco principal de mi trabajo sobre la subjetividad femenina es, en cierto modo, el inverso que el de Beauvoir al menos en lo que concierne a la cuestión del otro. En lugar de decir, “yo no quiero ser lo otro del sujeto masculino y, a fin de evitar ser lo otro, exijo ser su igual”, digo: “La cuestión del otro ha sido pobremente formulada en la tradición occidental, pues el otro es siempre visto como el otro de lo mismo, el otro del sujeto mismo, más que un otro sujeto [un autre sujet], irreductible al sujeto masculino y de una dignidad equivalente”. Todo se reduce a la misma cosa: en nuestra tradición nunca hubo en verdad un otro del sujeto filosófico, o más generalmente, del sujeto político y cultural.
El otro —De la otra mujer, el subtítulo de Speculum— debe ser comprendido como un sustantivo. En francés, pero también en otras lenguas, tales como el italiano o el inglés, este sustantivo se supone que designa al hombre y a la mujer. Con su subtítulo, quise mostrar que el otro no es, de hecho, neutral, ni gramatical, ni semánticamente, que no es, o que ya no es, posible designar indiferentemente tanto al sujeto masculino como al femenino usando la misma palabra. Esta práctica es habitual en la filosofía, la religión, y la política: hablamos de la existencia del otro, del amor al otro, de la ansiedad que el otro provoca, etc. Pero no nos interrogamos acerca de quién o qué es lo que el otro representa. Esta falta de precisión en la definición de la alteridad del otro ha paralizado al pensamiento —incluyendo al método dialéctico— en un sueño idealista apropiado por un sujeto (masculino) individual, en la ilusión de un absoluto único, y ha abandonado la religión y la política a un empirismo que fundamentalmente carece de ética al menos en lo que concierne al respeto de los otros. De hecho, si el otro no es definido en su realidad efectiva, no es más que otro yo, no un otro verdadero; puede así ser más o menos como yo, y puede tener más o menos que yo. Puede así representar la (mi) absoluta grandeza o la (mi) absoluta perfección, lo Otro: Dios, el Soberano, el logos; puede designar lo más pequeño o lo más empobrecido: el niño, el enfermo, el pobre, el extranjero; puede nombrar a aquel que yo creo mi igual. Verdaderamente no hay otro en todo esto, sólo más de lo mismo: más pequeño, más grande, igual a mí
En lugar de rechazar el ser el otro género, el otro sexo, lo que pido es ser considerada como realmente una otra [une autre], irreductible al sujeto masculino. Desde este punto de vista, el subtítulo de Speculum podría haber parecido ofensivo a Simone de Beauvoir: de la otra mujer. En el momento de su publicación, le envié mi libro de muy buena fe, esperando su respaldo en las dificultades que encontré. Nunca recibí una respuesta, y es sólo recientemente que he llegado a comprender la razón de su silencio. Sin duda debo haberla ofendido sin quererlo. Había leído la “Introducción” al Segundo sexo mucho antes de escribir Speculum, y ya no recordaba lo que estaba en juego en la problemática del otro en el trabajo de Beauvoir. Quizás, por su parte, no comprendió que para mí mi sexo y mi género no eran de ningún modo
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2) Irigaray, L., J’aime à toi. Esquisse d’une félicité dans l’histoire (Paris: Editions Grasset, 1992), 103-104.
“segundos”, sino que los sexos y los géneros son dos, sin que haya primero o segundo.
A mi modo de ver, y en la total ignorancia de su trabajo, seguí una problemática cercana a la de las promotoras americanas del neofeminismo, un feminismo de la diferencia, más estrechamente vinculado a la revolución cultural de Mayo del ’68 que al feminismo igualitarista de Beauvoir. Recordemos, brevemente, lo que está en juego en esta problemática: la explotación de la mujer tiene lugar en la diferencia entre los géneros y por eso deber ser resuelta en la diferencia más que en su abolición. En Speculum, interpreto y critico cómo el sujeto filosófico, históricamente masculino, ha reducido todo otro a la relación consigo mismo —complemento, proyección, reverso, instrumento, naturaleza— dentro de su mundo, de su horizonte. Tanto a través de los textos freudianos como a través de los principales sistemas filosóficos de nuestra tradición, muestro cómo el otro es siempre el otro de lo mismo y no un verdadero otro.
Así mis críticas de Freud se limitan a una misma interpretación: Ud. (Freud) sólo ve la sexualidad, y más generalmente la identidad, de la niña, de la adolescente, o de la mujer en términos de la sexualidad o de la identidad del niño, del adolescente o del hombre. Por ejemplo, en su visión, el auto-erotismo de la niña sólo existiría en tanto ella continúa confundiendo su clítoris con un pequeño pene; en otras palabras, ella imagina que tiene el mismo órgano sexual que un chico. Cuando descubre, a través de su madre, que la mujer no tiene el mismo órgano sexual que el hombre, la niña renuncia al valor de su identidad femenina en orden a volver hacia su padre, hacia el hombre, y busca obtener un pene por procuración. Todos sus esfuerzos están dirigidos hacia la conquista del órgano sexual masculino. Entonces la concepción y la generación de un niño tiene una única meta: la apropiación del pene o del falo; y siendo este el caso, un niño varón es preferible a una niña mujer. Así, un matrimonio no es exitoso, una mujer no puede volverse una buena esposa, hasta que da a su esposo un niño varón.
Hoy tal descripción puede causar gracia a muchas mujeres, y aún a muchos hombres. Pero hace unos pocos años, escasamente veinte años atrás, una mujer que dirigiera nuestra atención hacia el asombroso machismo de nuestra cultura era burlada y no se le permitía enseñar en la universidad. Aún hoy las cosas no se han vuelto tan claras como podría parecer. En verdad, un poco de luz ha sido derramada sobre este sujeto, pero, si la teoría freudiana es machista, lo es por la reproducción del orden sociocultural existente: Freud, en este sentido, no inventó el machismo; meramente lo constató. Donde él se equivocó es en los medios de curación: como de Beauvoir, no reconoce al otro como otro; y, aunque de distinto modo, ambos proponen que el hombre sigue siendo el modelo único de subjetividad, históricamente masculino.
En el mejor de los casos, este modelo singular permitiría un malabarismo entre lo uno y lo múltiple, pero el uno sigue siendo el modelo que, más o menos abiertamente, controla la jerarquía de la multiplicidad: el singular es único e/pero ideal, el Hombre. La singularidad concreta no es más que una copia, una imagen. La visión platónica del mundo, su noción de verdad, es, en cierto sentido, el reverso de la realidad empírica cotidiana: tú crees que eres una realidad, una verdad singular, pero eres solamente una copia relativamente buena de una idea perfecta de ti mismo situada fuera de ti.
Aquí también, no podemos reírnos demasiado pronto, pues debemos primero considerar la pertinencia que aún tiene tal concepción del mundo: somos criaturas de carne pero también de palabra, naturaleza pero también cultura. Ahora bien, criaturas de cultura significa criaturas de la idea, encarnaciones que se ajustan, más o menos, al modelo ideal. A menudo, a fin de estar a la altura de este modelo, imitamos, copiamos como criaturas, lo que percibimos como ideal. Todos estos son modos platónicos de ser y de hacer, y todos se adecuan a la noción masculina de verdad. Aun en la situación contraria constituida por el privilegio de lo múltiple sobre lo uno, una inversión muy corriente llamada a menudo democracia, aun en el privilegio de lo otro sobre el sujeto, del tú sobre el yo (estoy pensando, por ejemplo, en ciertas obras de Buber y en cierta parte del trabajo de Lévinas en el que estos privilegios son quizás más morales y teológicos que filosóficos), permanecemos en el modelo oculto de lo uno y de lo múltiple, de lo uno y de lo mismo, en el que un sujeto único declina un sentido en lugar del otro. Del mismo modo, al privilegiar la singularidad concreta sobre la singularidad ideal no nos permitimos el privilegio de una categoría universal válida para todos los hombres y mujeres. De hecho, cada singularidad concreta no puede decretar un ideal válido para todos los hombres y todas las mujeres, y, para asegurar la cohabitación entre sujetos, particularmente dentro de la república, es necesario un mínimo de universalidad.
Para salir de este modelo todopoderoso de lo uno y de lo múltiple, debemos pasar al dos [au deux], un dos que no es una replicación de lo mismo, donde uno no es más amplio y otro más pequeño, sino hecho de dos que son verdaderamente diferentes. El paradigma del dos se encuentra en la diferencia sexual. ¿Por qué allí? Porque es allí que existen dos sujetos que no deberían ser ubicados en una relación jerárquica, y porque esos dos sujetos comparten la meta común de preservar la especie humana y desarrollar la cultura, mientras se asegura el respeto de sus diferencias.
Mi primer gesto teórico fue entonces extraer el dos de lo uno, el dos de lo múltiple, el otro de lo mismo, y hacer eso horizontalmente, suspendiendo la autoridad del Uno: del hombre, del padre, del líder, del único dios, de la verdad singular, etc. Se trataba de hacer emerger el otro de lo mismo, rechazar el ser reducido a lo otro de lo mismo, a un otro o una otra de lo uno, no volviéndose él o como él, sino constituyéndome como un sujeto autónomo y diferente.
Claramente este gesto pone en cuestión nuestra entera práctica teórica y práctica, particularmente el platonismo, pero sin un gesto semejante no podemos hablar de la liberación de las mujeres, ni de una conducta ética frente al otro, ni de la democracia. Sin un gesto tal, la filosofía misma se arriesga a desaparecer, vencida junto con otras cosas por el uso de técnicas que, en la construcción del logos, socavan la subjetividad del hombre, una victoria más fácil y más rápida si la mujer no conservara aún el polo de naturaleza que resiste a la techné masculina. La existencia de dos sujetos es probablemente la única cosa que puede devolver el sujeto masculino a su ser, y esto gracias al acceso de la mujer a su propio ser.
Para conseguir esta meta, el sujeto femenino ha de ser liberado del mundo del hombre para hacer el camino para un escándalo filosófico: el sujeto no es uno, ni único.
Las mediaciones necesarias al sujeto femenino
Luego y al mismo tiempo, a este sujeto femenino, apenas definido, sin contornos ni bordes, sin normas ni mediaciones, fue necesario darle algunas referencias para que pudiera subsistir y asegurar su devenir. Después de esta fase crítica en mi trabajo que estaba dirigida a una filosofía y una cultura monosubjetiva, monosexualizada, patriarcal y falocrática, intenté definir algunas características del sujeto femenino, características que eran necesarias para afirmarlo como tal, por temor de que pudiera sucumbir una vez más a la indiferenciación, a la subordinación del sujeto único. Una de las dimensiones importantes de esta asistencia al devenir del sujeto femenino, y así de mi propio devenir, fue escapar de un poder genealógico único, fue afirmar: “nací de hombre y de mujer, y que la autoridad genealógica pertenece tanto al hombre como a la mujer”. Era así necesario recuperar las genealogías femeninas del olvido, no para reprimir pura y simplemente la existencia del padre, en un tipo de inversión caro a los últimos métodos filosóficos, sino para volver a la realidad del dos. Pero es verdad que lleva tiempo reencontrar y restablecer este dos, y que no puede ser el trabajo de una única mujer.
Aparte del retorno y de la reconciliación con la genealogía, con las genealogías femeninas —que todavía está muy lejos— era necesario dotar a la mujer, a las mujeres de un lenguaje, de imágenes y de representaciones que les resulten apropiadas: en un nivel cultural, aún en un nivel religioso, Dios es el gran cómplice del sujeto filosófico. Comencé a trabajar en esto en Speculum y en Este sexo que no es uno y continué el proyecto particularmente en Sexo y parentesco, en El tiempo de la diferencia y en Yo, tú, nosotras. En esos trabajos, discutí las particularidades del mundo femenino, un mundo diferente del del hombre, con respecto al lenguaje, con respecto al cuerpo (a la edad, a la salud, a la belleza, y por supuesto, a la maternidad), con respecto al trabajo, con respecto a la naturaleza y al mundo de la cultura. Dos ejemplos: intenté mostrar que el desarrollo de la vida es diferente para la mujer que para el hombre, ya que el las mujeres está constituido por estadios físicos mucho más pronunciados (pubertad, pérdida de la virginidad, maternidad, menopausia) y requiere un devenir subjetivo que es mucho más complejo que el del hombre. En lo que se refiere al trabajo, muestro que la justicia socio-económica no consiste meramente en poner en práctica una regla —“igual pago por igual trabajo”— sino también en el respeto y la valorización de las mujeres en términos de elección de los fines y los medios de producción, de cualificación profesional, de relaciones en el lugar de trabajo, de reconocimiento social del trabajo, etc.
En esos trabajos, también comencé a hablar de la necesidad de derechos específicos de las mujeres. Como he escrito en otro lugar, es mi opinión que la liberación de la mujeres no puede progresar sin realizar este paso, tanto en el nivel del reconocimiento social como en el nivel del crecimiento individual y de las relaciones comunitarias, entre mujeres y entre mujeres y hombres. Estas propuestas jurídicas fueron vistas con marcado interés y cierta desconfianza: interés de parte de los no especialistas, mujeres no feministas que comprendieron la importancia de lo que está en juego, interés también de parte de feministas en ciertos países que desde hace tiempo han estado preocupadas por la necesaria mediación de la ley en la liberación humana, y particularmente en la liberación de las mujeres.
La resistencia viene a las mujeres de dos persuasiones diferentes. Las mujeres a favor del igualitarismo no comprenden la necesidad de derechos especiales para las mujeres; acuerdan en que deben ser obtenidos derechos iguales a los de los hombres; están listas para luchar en contra de la discriminación; pero no prestan atención al hecho de que las mujeres son forzadas a realizar elecciones específicas en sus relaciones con los hombres, y que las elecciones no pueden permanecer individuales o privadas sino que deben ser garantizadas por la ley: la libre elección de la maternidad, la elección de los ritmos de trabajo, la elección de la sexualidad, la elección de quien cuidará a los menores en caso de divorcio o de separación, sino también en el caso de matrimonios multiculturales donde los derechos positivos para las mujeres no les permite moverse desde el estado de naturaleza al estado de civilidad: la mayoría siguen siendo cuerpos-naturaleza [corps-nature], sujetos al Estado, a la Iglesia, al padre y al esposo, sin acceso al status de personas civiles responsables de sí mismas y la comunidad.
Esta necesidad de derechos civiles específicos de las mujeres también es impugnada por mujeres que son más sensibles a la cultura política de la diferencia pero temen que la ley requiera la sujeción al Estado. Sin embargo, los derechos civiles para las personas individuales representan, por el contrario, una garantía que los ciudadanos pueden oponer al poder del Estado como tal; mantienen una tensión entre los individuos y el Estado, y pueden también asegurar la evolución de una sociedad controlada estatalmente hacia una sociedad civil, cuyo carácter democrático sería respaldado por los derechos individuales de la gente.
Sólo puedo esperar que las mujeres comprendan y fomenten lo que está en juego en los derechos individuales, tanto porque esos derechos son esenciales para protegerlas y afirmar su identidad, como porque ellas están más preparadas, en tanto sujetos femeninos, para tener interés en los derechos que tienen que ver con las personas y con las relaciones entre ellas, más que en los derechos determinados por ventajas —posesiones, propiedades, pertenencias—, derechos que componen la mayoría de los códigos civiles masculinos. Se trataría pues de completar los códigos civiles y constituciones existentes con derechos para las mujeres y con derechos definidos de acuerdo a su espíritu [génie], es decir, más allá de la especificidad sexual, para los ciudadanos y ciudadanas en tanto que personas.
El otro: hombre
El carácter único del espíritu [génie] femenino también me retrotrae a la cuestión del otro en esta sección final de mi ensayo.
Devenida sujeto autónomo, la mujer se halla conducida, de aquí en más, a situarse a sí misma con respecto al otro, y la especificidad de su identidad le permite prestar mucha más atención a la dimensión de la alteridad en el devenir subjetivo. La tradición dicta que la mujer es la guardiana del amor y ha impuesto sobre ella el deber de amar, y de amar a pesar de las desgracias del amor, sin que se explique porque debe realizar una tarea semejante. Ciertamente, no me haré cómplice de este imperativo relativo al amor, ni tampoco del relativo al odio que me parece su complementario. En su lugar, les voy a comunicar los resultados obtenidos de la investigación acerca del modo de hablar de las niñas, las adolescentes, y las mujeres, y les propondré una interpretación concerniente a las características del lenguaje femenino 3) .
El lenguaje más preocupado por el otro es el de la niña. Ella se dirige al otro —en mi muestra, la madre— pidiendo su consentimiento respecto de una actividad que harán juntas: “Mamá, ¿quieres venir a jugar conmigo?”; “Mamá, ¿puedo peinarte el pelo?” En tales afirmaciones, la niña siempre respeta la existencia de dos sujetos, cada uno de los cuales tienen el derecho de hablar. Además, lo que ella sugiere es una actividad que involucra la participación de dos sujetos. En cuanto a esto, la niña podría servir como un modelo para todos los hombres y mujeres, incluyendo la madre, que se dirige a su hija usando palabras como estas: “Tienes que guardar tus cosas si quieres ver TV”; “Compra algo de leche al venir a casa desde la escuela”. La madre da órdenes a la hija sin respetar el derecho de ambos sujetos a hablar, y no propone nada que no pudieran hacer las dos juntas. Curiosamente, la madre habla con el niño de modo diferente, respetando mucho más su identidad: “¿Quieres que venga a abrazarte a tu cama antes de que te duermas?” Por lo que respecta al niño, ya
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3)Sobre este tópico, véase mi "Te amo a ti".
como un pequeño líder: “Quiero jugar con la pelota”: “Quiero un auto de juguete”. En cierto sentido, la madre da al niño el tú que la niña le ha dado a ella.
¿Por qué este gusto por el diálogo de parte de la niña? Sin duda porque como mujer, nacida de mujer, con las cualidades y características de una mujer, incluyendo la capacidad para dar a luz, la niña se encuentra a sí misma, tan pronto como nace, en una situación de relación posible con dos sujetos. Esto también podría explicar su gusto por las muñecas en el que proyecta una nostalgia por el diálogo que no siempre ha sido satisfecho por su madre.
Pero este primer compañero, femenino, de diálogo, la niña lo perderá en el aprendizaje de una cultura en la que el sujeto es siempre masculino —él, Él, ellos— ya se trate del género lingüístico en sentido estricto o de diversas metáforas que supuestamente representan la identidad humana y su devenir.
Ni la niña ni la adolescente renuncian a su relación con el otro: ellas casi siempre prefieren una relación con el otro por encima de una relación con el objeto. Así, frente a la consigna de construir una oración usando la preposición “con” o el adverbio “juntos”, las adolescentes y estudiantes, y muchas mujeres adultas, responderán con oraciones tales como: “Saldré con él esta noche”; o “Nosotros siempre viviremos juntos”. Los sujetos masculinos en cambio responden: “Vine con mi moto”; “Escribí esta oración con mi lapicera”; o “Yo y mi guitarra estamos bien juntos”.
Esta diferencia entre las declaraciones de sujetos femeninos y masculinos es expresada en un modo u otro a través de la mayoría de respuestas a una serie de preguntas que buscan definir las particularidades sexuadas del lenguaje. (La investigación fue realizada en una variedad de lenguajes y culturas, en su mayoría romances y anglo-sajonas).
A la alternativa entre la elección masculina de relaciones sujeto-objeto y la elección femenina de relaciones sujeto-sujeto, se suman otras características de diferencia: las mujeres privilegian los tiempos presentes y futuros, la contigüidad, un ambiente concreto, las relaciones basadas en la diferencia, el ser con, el ser dos; los hombres, por otra parte, privilegian el tiempo pasado, la metáfora, la transposición abstracta, las relaciones entre semejanzas, pero sólo a través de una relación con el objeto, las relaciones entre lo uno y lo múltiple.
Hombres y mujeres ocupan así configuraciones subjetivas diferentes y mundos diferentes. Y no se trata solamente de determinaciones sociohistóricas ni de cierta alienación de lo femenino que se pudiera reducir gracias a la igualdad con lo masculino. En verdad, el lenguaje de las mujeres señala varios tipos de alienación y de pasividad, pero también demuestra una riqueza inherente que no tiene nada que envidiar al lenguaje de los hombres, en particular, un gusto por la intersubjetividad, que sería una lástima abandonar en favor de las relación sujeto-objeto difícilmente superable del lado de los hombres.
¿Cómo puede entonces el sujeto femenino —empezando por mí— ser conducido para cultivar una experiencia compartida con el otro sin alienación? El gesto que debe realizarse es el mismo que hice en Speculum: debemos ser cuidadosos de tratar al otro como otro. Seguramente, yo como mujer, nosotras como mujeres, tenemos una nostalgia del diálogo y de la relación, pero, ¿hemos llegado al punto de reconocer al otro como otro y de dirigirnos a él o a ella en tanto tales? No verdaderamente, no todavía. De hecho, mientras las palabras de las adolescentes y mujeres testimonian una inclinación definida por la relación con otros, al mismo tiempo hay un deseo de una relación yo-tú que no siempre tiene en cuenta quién es el tú y cómo podría ser su (el de él o el de ella) propio deseo.
El sujeto femenino favorece así una relación con el otro género, que es algo que el sujeto masculino no hace. Esta preferencia por un sujeto masculino compañero de diálogo demuestra por una parte alienación cultural, pero también señala varios otros aspectos del sujeto femenino. La mujer conoce al otro género mejor que el hombre: ella lo engendra en sí misma; ella lo cuida desde el nacimiento; lo alimenta de su propio cuerpo; lo experimenta en ella en el amor. Su relación con la trascendencia del otro es, en consecuencia, diferente de lo que es experimentado por el hombre; siempre se mantiene exterior a él, siempre se inscribe en el misterio y la ambivalencia del origen, materna o paterna. La mujer tiene una relación con el hombre vinculada más estrechamente a la comunicación carnal, a una experiencia sensible, a una vivencia inmanente, incluidas en la generación. Sin duda, ella experimenta la alteridad del otro a través de su comportamiento extraño, de su resistencia a sus [a los de ella] sueños, a sus deseos. Pero ella debe construir esta trascendencia dentro de la horizontalidad misma, en una vida compartida que respeta absolutamente al otro como otro, y más allá de todas las intuiciones, sensaciones, experiencias o conocimiento que ella pueda tener de él. Su gusto por el diálogo podría terminar haciendo al otro como otro en un gesto reductivo si ella no construyera la trascendencia del otro como tal, como irreductibilidad con respecto a ella: a través de fusión, contigüidad, empatía, imitación.
He tratado de indicar un camino hacia esta construcción de la trascendencia del otro en Te amo a ti y Ser dos (la edición en lengua italiana) 4). Señalé que la operación del negativo, que habitualmente se ejerce para pasar a un grado superior en el proceso de devenir sí mismo en un movimiento dialéctico entre sí y sí, debería ejercerse entre dos sujetos para evitar la reducción del dos al uno, del otro a lo mismo. Por supuesto se trata entonces de un negativo aplicado a mí mismo, en mi devenir subjetivo, pero para marcar la irreductibilidad entre el otro y yo y no para reabsorver la exterioridad en mí mismo. A través de este gesto, el sujeto renuncia a ser uno y único. Respeta al otro, al dos, en la relación intersubjetiva.
Este gesto debe ser aplicado primero de todo a la relación entre los géneros, ya que la alteridad de género es real y nos permite rearticular la naturaleza en relación a la cultura de un modo más ético y más verdadero, superando así la falla esencial de nuestro devenir espiritual denunciado por Hegel a propósito del exilio y de la muerte de Antígona (La Fenomenología del Espíritu, cap. IV).
Este movimiento histórico desde el sujeto uno y único a la existencia de dos sujetos de igual valor e igual dignidad me parece que es una tarea apropiada a las mujeres, tanto a nivel filosófico como político. Las mujeres, como ya he señalado, están destinadas, más que el hombre, a la relación de dos, y en particular a la relación con el otro. Como resultado de esta propiedad de su subjetividad, pueden expandir los horizontes del uno, de lo similar, y aún de lo múltiple, para afirmarse como un sujeto otro [sujet autre], e imponer un dos que no sea segundo. Lograr su liberación, implica además, que reconocen al otro como otro, pues de lo contrario sólo cerrarían el círculo que rodea al sujeto único. Reconocer al hombre como otro representa así una tarea ética apropiada a las mujeres, pero es también un escalón necesario hacia la afirmación de su autonomía. Además, el despliegue de lo negativo que es requerido para completar esta tarea les permite moverse desde una identidad natural a otra cultural y civil, sin dejar atrás la (su) naturaleza gracias a la pertenencia a un género. De ahora en adelante, lo negativo intervendrá en todas las relaciones
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4) Essere due (Turín: Bollati Boringhieri.1994.
con el otro: en el lenguaje por supuesto (desde “Te amo a ti”), pero también en la percepción a través de ojos y oídos, y aún a través del tacto. En Ser dos, trato de definir un nuevo modo de aproximación al otro, incluso a través de las caricias.
Tener éxito en este movimiento revolucionario desde la afirmación del yo como otro al reconocimiento del hombre como otro es un gesto también nos permite promover el reconocimiento de todas las formas de otros sin jerarquía, privilegio, o autoridad sobre ellos: trátese de diferencias de raza, edad, cultura o religión.
Reemplazar el uno por el dos en la diferencia sexual constituye así un gesto filosófico y político decisivo, que renuncia al ser uno o plural para pasar al ser dos como fundamento necesario de una nueva ontología, de una nueva ética, de una nueva política donde el otro es reconocido como otro y como lo mismo: más grande o más pequeño que yo, o mejor igual a mi.
Traducción de Eduardo Mattio
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