Valor Añadido, S. McCoy
La falacia de la deuda pública o por qué el dinero huye de España
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@S. McCoy .-Experto financiero que escribe Valor Añadido. Es un incisivo analista que despertó el interés de nuestros lectores con sus brillantes y didácticos artículos sobre empresas, sectores y tendencias del mercado.
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@S. McCoy - 28/04/2010
Hemos oído hasta la saciedad en boca de nuestros dirigentes políticos que la situación de España es sustancialmente diferente al de otras economías con las que internacionalmente se la compara, como Grecia y Portugal. Su argumento principal descansa en la mejor posición relativa de nuestro país en términos de deuda sobre PIB. Mientras que en naciones como Italia o Grecia el endeudamiento público se sitúa en niveles superiores al 115%, en el caso español tal porcentaje se reduce al 53,2% -ver cuadro completo de Eurostat-. Aferrado a ese clavo ardiendo, el gobierno no duda en hacer del argumento bandera diferencial. Está en su papel. Sin embargo, los mercados internacionales parecen no darse por aludidos y han decidido incorporar nuestros activos en el saco de aquellos de los que no cabe esperar nada bueno, acelerando la venta de los mismos. ¿Por qué?
Pues sencillamente porque el argumento es falaz y fácilmente desmontable. Por una multitud de razones.
No importa el volumen total de deuda en circulación sino la capacidad de repago de la misma. La comparación con el PIB es una medida relativa de escaso valor real, toda vez que España nunca se va a vender para hacer frente a sus obligaciones financieras. Importa más la generación de recursos de modo recurrente para responder del principal y los intereses de la misma. Además, ese 53,2% hace referencia a la deuda estadísticamente computable que es toda aquella no vinvulada directamente a proyectos de inversión. Si se incluyera esta última en el cálculo el porcentaje superaría alegremente el 70% del PIB.
Como en la cuenta de resultados de cualquier empresa, dicha capacidad de repago dependerá, por una parte, de los ingresos fiscales y, por otra, de los compromisos de gasto público contraídos (cuenta operativa). Suponiendo una renovación a perpetuidad de la deuda emitida, que a día de hoy es mucho suponer, del excedente una parte irá a pagar la carga financiera asociada a las emisiones efectuadas, función del volumen y de los tipos de interés que resulten de aplicación.
Aunque a día de hoy el impacto en términos de PIB de dichos pagos el limitado en comparación con otras economías, alrededor del 3% extrapolando datos a marzo, el problema es que España, S.A. es deficitaria a nivel operativo. Por tanto, el servicio de la deuda no hace sino añadir leña al fuego del desequilibrio, aumentando a su vez las necesidades de financiación. En la medida en que este círculo vicioso crece, el riesgo de que los inversores vuelvan la espalda al país aumenta. Y alguien puede pensar en un momento dado que, bueno, que tal vez sea mejor tener este dinero en el bolsillo en lugar de en activos españoles. Adiós perpetuidad.
De ahí que sea fundamental atajar el déficit fiscal que en España supone un 11,2% del PIB. Una tarea titánica pues el problema es doble: el colapso de la recaudación tributaria, que ha caído en España el doble que en Grecia desde el inicio de la crisis, por una parte, y la estructuralidad de una parte sustancial de los compromisos de pago de la Administración, modelo autonómico y estado del bienestar, que hacen difícil su racionalización, por otra. Respecto a los ingresos no hay perspectivas de mejora a corto plazo, ni por actividad ni porque las subidas impositivas se vayan a traducir necesariamente en mayor recaudación, mientras que la contención del gasto viene condicionada por compromisos políticos pasados que han disparado los pagos corrientes a los agentes económicos. Ayer conocimos que en el primer trimestre del año, las entradas de fondos al erario público se habían reducido un 3% año sobre año mientras que los desembolsos habían crecido más de un 13%. Difícil, por tanto.
A todo ello se une el brutal endeudamiento del sector privado de la economía española, tanto financiero como no financiero, que, unido al propio de la Administración, supone cerca del 350% del PIB nacional, porcentaje que apenas se ha corregido desde el inicio de la crisis y que supera con creces cualquier estándar de racionalidad. Los efectos de tal realidad sobre decisiones de consumo e inversión, circulación del crédito y competencia por los recursos escasos son innegables… y negativas. El hecho de que se mantenga la incertidumbre sobre el entorno laboral, con una tasa de paro nacional que duplica la griega, y sobre el valor de los activos reales, fuente de riqueza y garantía, inciden aún más en tal prevención asociada al exceso de crédito.
En un entorno como el descrito pensar que en tres años el ejecutivo va a ser capaz de reducir el desequilibrio presupuestario del 11,2% al 3% del PIB es una quimera. No hay que olvidar que el nivel mínimo se superávit anual para que no se produzca un deterioro adicional del mismo se ha de situar necesariamente en ese 3% de carga financiera recurrente que hemos señalado. Eso sin contar pagos de principal. Estamos hablando por tanto de un 6% de diferencia positiva entre entradas y salidas de las cuentas públicas durante tres ejercicios consecutivos. Sin mejora sustancial de la economía que lo apoye, el impacto en términos de cohesión social derivado de la persecución de esta meta puede ser brutal.
Pero es que, además, la situación actual es de default teórico si nos atenemos a las circunstancias económicas que condujeron en el pasado a otras naciones al impago y restructuración de una parte de su deuda. Nos recordaba recientemente Nouriel Roubini (este hombre sólo aparece cuando hay malas noticias) cuál era la situación en Argentina cuando su default: 3% de déficit presupuestario, 2% de déficit por cuenta corriente y 50% de deuda sobre PIB. En España, los equivalentes son 11,2%; 5,2% (tras una severa reducción desde el inicio de la actual coyuntura) y 53,2% a cierre de 2009. Es verdad que las estadísticas argentinas tienen la validez que tienen, pero no es menos cierto que, a diferencia de aquella nación, España carece de instrumentos monetarios y de tipo de cambio autónomos que le permitan capear el temporal.
A partir de aquí, cada cuál es libre de extrañarse de que nos metan en el mismo saco que otros países europeos. Está muy bien enarbolar el discurso patriótico más rancio de Spain is different. Pero, si uno echa cuentas, es fácil comprobar que no es tan descabellada la equiparación. El victimismo y la autocomplacencia no nos van a sacar de hoyo sino la planificación inteligente, la ejecución decidida y la honestidad colectiva. Eso, y que no haya tipos incalificables como el ínclito González Pons del Partido Popular a los que se les ocurra acusar al Gobierno de cocinar las estadísticas precisamente el día en que el mercado está machacando a los países mínimamente sospechosos de llevar a cabo tales prácticas. Aunque fuera verdad. La política tiene un límite. Por lo visto, la estulticia no.
Más en http://twitter.com/albertoartero y en la cuenta de Alberto artero en Facebook.
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