¿Alguien ha calculado las horas perdidas, que suman días y años en el caso de muchas personas, intentando saber si uno era bueno o malo en su interior, profundizando en el conocimiento de extraterrestres, de lo sobrenatural o del alma en lugar de ultimar con los demás un proyecto que beneficiara a todos? Solo muy lentamente aceptamos que es conveniente contrastar y hasta sustituir las convicciones heredadas por las pruebas diagnosticadas por aquellos cuya especialidad consiste en saber lo que le pasa a la gente por dentro. Menos contemplaciones y más interacciones es el mundo que viene.
En España prevalece también -mucho menos en países con otras tradiciones religiosas, como la calvinista- la manía de asentarse en la dicotomía que, supuestamente, separa el universo del trabajo de uno mismo. Incluso gentes conocedoras de su propia disciplina piden tiempo y horas para dedicarlas a lo que ellos denominan “a sí mismo”; consideran imprescindible para sobrevivir diferenciar su vida de su trabajo, incluso cuando se sienten cómodos en él.
Es esa una actitud que denota el concepto de “castigo implícito” en “ganarás el pan con el sudor de tu frente” o bien, lo que es mucho más remediable, el subproducto de un estado de cosas en el que no se ha puesto todo el esmero y el conocimiento necesarios -sobre todo en el sistema educativo y esquemas de organización social-, para que placer y trabajo coincidan plenamente. Menos tiempo reservado a uno mismo y más a los demás disfrutando lo mismo. Ese es el mundo que viene.
No nos queda espacio para comentar la competencia nueva que van a necesitar las nuevas generaciones para encontrar trabajo y reducir, simultáneamente, los índices de violencia y malestar. Es fácil adivinarla, ¿no?
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¿Cuáles son las nuevas competencias que los jóvenes necesitan para encontrar trabajo, además de los secretos del liderazgo y del trabajo en el ámbito cultural, a los que me referí la semana anterior?
Basta con repasar todo lo que no se nos enseñó a los de mi generación, en cuya lista figura en, primer lugar, el trabajo en equipo en vez de fustigarse unos a otros sin piedad. ¿Cuántos directivos hemos encontrado que son particularmente reacios a dejar que los demás conozcan lo que ellos ya conocen, por miedo a perder poder o influencia? Yo recuerdo uno en particular, especialmente inteligente y resabiado, que guardaba un archivo de todo lo que le acontecía, pero que jamás compartía estos datos con nadie; el archivo era su poder y, cuando ponía un email, nunca enviaba una copia a otro compañero de la empresa.
El desarrollo de la llamada “inteligencia social”, entretanto, ha puesto de manifiesto que no hay innovación sin multidisciplinariedad. En los países más avanzados abundan los proyectos denominados “traslacionales”, que se caracterizan por acortar los plazos que van desde el momento en que se produce un descubrimiento hasta que alguien puede beneficiarse de él; en los fármacos o terapias oncológicas, este periodo puede alargarse una década. Hoy, nadie debería dudar de que son las interrelaciones entre investigadores, clínicos y pacientes las que están en la base de toda innovación. Como me dijo en una ocasión el premio Nobel de Medicina Sydney Brenner: “Los que más me han enseñado fueron los que no sabían nada de lo mío”.
Tener vocación para solventar los problemas con que uno se enfrenta en lugar de escudriñar constantemente sus propios intestinos. Los expertos norteamericanos llaman a lo primero problem solving y los comunistas en los años 50 -alguna herencia buena nos dejaron junto con todo lo malo a lo que no han renunciado aún- aconsejaban preocuparse por todo lo que quedaba por construir fuera de uno mismo.
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