El precio de la indecisión
Publicado el 17-05-2010 , por Juan Pedro Marín Arrese
Urge despejar toda incógnita en torno al plan de ajuste. Se diría, a juzgar por los esbozos de rectificación, que se trata de limitar el sacrificio a los funcionarios públicos estatales y poco más.
Quedan fuera del perímetro los empleados de las empresas públicas y está por ver el alcance en la congelación de las pensiones. No parece repararse en la urgencia de la situación y se plantea, incluso, como alternativa una reducción de las transferencias y subvenciones cubiertas por el paquete en enero y pendientes de ejecutar.
Pese a la severidad de las medidas, sólo habremos reducido un punto y medio del déficit y nos falta otro tanto para alcanzar la barrera psicológica del 6% lo antes posible. Necesitaríamos un importante recorte de las transferencias y del gasto corriente, más de 20.000 millones en dos años, para conseguirlo. Queda por ver cómo.
La lectura negativa del ajuste operado es mostrar descarnadamente que los márgenes de actuación se están agotando. A partir de ahora, todo esfuerzo suplementario deberá gravitar inexorablemente sobre los gastos sociales para ejercer un impacto visible. Medidas de austeridad como la reducción de ministerios se reducen a una gota de agua en el océano, por muy ejemplarizantes que suenen.
Sólo una severa disciplina en los presupuestos territoriales podría enderezar el rumbo, por más que desandar el camino en este ámbito se antoje tarea tanto difícil como ineludible, tarde o temprano.
Si al menos asistiéramos a una recuperación de la confianza, nos daríamos por satisfechos. Pero los mercados no nos otorgarán respiro durante una buena temporada. Lo hemos repetido con frecuencia.
La raíz del mal no estriba en el efecto mecánico de un déficit excesivo que acelera la acumulación de deuda. Las escasas perspectivas de crecimiento son las que multiplican las dudas sobre la sostenibilidad de las finanzas públicas y extienden las sospechas sobre la capacidad del sector privado para hacer frente a sus ingentes pasivos, tres veces superiores a los del Estado.
Se acrecienta así el riesgo de intervenciones masivas en el sistema financiero y romper esta espiral de desconfianza no resulta tarea fácil mientras la economía siga sin despegar. No depende sólo de nosotros, sino de una recuperación europea y global impulsada, a su vez, por una vuelta a la normalidad de la demanda. Y, en este sentido, las perspectivas no son nada halagüeñas. Con todo, no es hora de abandonarse al desaliento, sino de acelerar las reformas estructurales que nos preparen para una más rápida y estable salida de la crisis, cuando ésta ocurra. Nada resultaría peor que subirse al furgón de cola de la recuperación.
La voz de alarma en Europa se ha traducido en una estampida hacia el equilibrio presupuestario, en un movimiento desordenado que esteriliza los esfuerzos de los más débiles y amplía el gap que les separa de las economías más sólidas. Más grave todavía, se están creando las condiciones para una generalizada contracción que nos devuelva a la casilla de partida. Para colmo, elementos añadidos de confusión, como los estados de ánimo expresados por Trichet sobre la monetización de la deuda, alimentan la desestabilización de los mercados.
En un panorama tormentoso como en el descrito, nada desequilibraría más que poner en tela de juicio el ajuste propuesto. Los sacrificios que contempla resultan modestos frente al precio de toda indecisión.
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