A lo largo de esta crisis hemos acumulado desequilibrios macro y sociales que no tienen precedentes en nuestra reciente historia económica. En los últimos 30 años, en algunas ocasiones, el PIB español ha retrocedido, el desempleo ha sido muy alto, el déficit corriente amenazante y el déficit público desestabilizador. Pero nunca se ha dado todo a la vez: seis trimestres de caída continuada del PIB, 1,6 millones de empleos destruidos y el paro en el 20,05% de la población activa, balanza de pagos fuertemente deficitaria pese a la recesión y, por el mismo motivo, déficit público del 11% del PIB. Comportarnos como siempre ante algo que es radicalmente distinto es una mala estrategia.
De otra, porque estamos haciendo creer a la sociedad que la "solución" depende exclusivamente de lo que hagan o dejen de hacer el Gobierno, la oposición, los sindicatos, la CEOE o el Pacto de Toledo. Esta visión implica dar por hecho que cada uno de esos agentes sabe perfectamente cómo los ciudadanos y empresas van a reaccionar ante las reformas -o la ausencia de reformas- que pacten. Quizás. Pero a lo peor están infravalorando la madurez y racionalidad económica de la nueva sociedad española y pasen por alto que la mayoría de ciudadanos puede ser que traten de reaccionar al entorno sin olvidarse de la tenacidad de las identidades contables.
Hay una particularmente relevante: la que nos dice que la suma de la capacidad financiera -es decir, el exceso del ahorro respecto a la inversión en activos reales- del sector privado y del sector público necesariamente tiene que ser igual a la importación de ahorro externo de la economía. A finales de 2009, nuestros números para esa identidad eran muy contundentes: unas necesidades de financiación del sector público del 11% del PIB, una capacidad de financiación del sector privado del 6% del PIB y un déficit corriente del 5% del PIB.
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