Tanto si podemos elegir como si no, cada infancia, cada padre y madre, cada circunstancia vital puede ser un trampolín hacia la transformación y el aprendizaje, o bien hacia la desesperación y el odio. Un obstáculo para superar o un pozo en el que hundirse. Podemos aprender gracias al disfrute y a la superación de obstáculos o podemos estancarnos en los defectos y las torpezas de las circunstancias heredadas.
Es un panorama indiscutible y esperanzador. Nos hace a todos más iguales, y también más libres. Porque incluso las circunstancias más atractivas encierran alguna trampa, y porque elijamos lo que elijamos, siempre habrá un reto para medirnos. Nuestra libertad reside en cómo lo afrontamos. Si lo hacemos con rabia y con dolor, desde la comprensión, la rebelión, el afecto, la dependencia, el rechazo, la conciencia o por la simple y llana fuerza de las cosas, es cosa de cada uno. Incluso dentro de una misma familia dos hermanos utilizarán y sembrarán una herencia psíquica y emocional familiar común de maneras muy diferentes y con resultados dispares. Podemos oscilar entre mirar y lamentarnos o tomar lo que hay y estrujar lo que la vida nos entregó a manos llenas, a pleno pulmón.
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Por ello un elemento básico común en todos los procesos de sanación y de psicoterapia es la necesidad de comprender la dinámica de cada infancia y de trabajar en la reconciliación interior, profunda, con los padres que nos dieron la vida y, de paso, todo lo demás: los obstáculos, las circunstancias materiales, las ventajas académicas un primer sistema de valores y las herramientas emocionales con las que enfrentarse a la vida. A partir de ahí las cartas están de nuestro lado de la mesa.
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