martes, 2 de febrero de 2010

los sesgos de seguridad de un cerebro perezoso, vivir de forma creativa

La gran tentación de un cerebro miedoso y perezoso que quiere amarrar todas las respuestas con facilidad es diseñar el mundo en blanco y negro donde los buenos moran de un lado y los malos, de otro. El afán por tenerlo todo controlado configura las divisiones entre ”ellos” y “nosotros”. Para ello, el cerebro utiliza sin remordimiento -y casi sin darse cuenta- todas las herramientas a su disposición: una memoria que reescribe la historia a su antojo, la capacidad de olvidar aquello que no le interesa o la tendencia a pensar de modo partidista y simplista. Pensamos que lo tenemos todo controlado, que nuestros pensamientos son justos y equilibrados, pero en realidad vivimos atados a unos raseros de seguridad que aplicamos ciegamente y que condicionan y vinculan nuestro comportamiento.
Pensar así resulta muy tentador: durante un tiempo y de alguna manera, sentimos protección, poder o placer cuando creamos y aplicamos raseros de seguridad que simplifican el mundo. Todas las tentaciones tienen su atractivo, por eso cedemos hasta convertirlas en hábitos o mecanismos protectores de la vida diaria. Pero de forma inevitable toman las riendas y dictan sus leyes inmutables y simplistas: renunciamos entonces a la conexión, a la curiosidad y a la complejidad, a la colaboración con una vida sutil y siempre cambiante. Desconocermos, simplificamos y asediamos.
Así la pereza o el miedo dictan las palabras, los actos y los pensamientos de las personas hasta convertir la riqueza y la complejidad humanas en una caricatura plana y peligrosa. Se trata de simplificar la realidad hasta distorsionarla: “La realidad consciente”, dice el filósofo David Livingstone Smith, “tiene más de sueño, de invento, de ficción o de fabricación de lo que nos gusta reconocer... Las formas más peligrosas de autoengaño son las colectivas: el patriotismo, las cruzadas morales, el fervor religioso que recorre las naciones como una plaga, dividir el mundo en bueno y malo, defensor y agresor, verdad o mentira. Todos somos criaturas frágiles y necesitamos amparo para resistir el frío de la noche; pero una cosa es resistir un poco de autoengaño y otra muy distinta promoverlo de forma activa”.
La certeza, la distracción, la mentira, la pasividad y la frialdad son raseros de seguridad del cerebro que sigilosamente colonizan y dictan muchas vidas. Éste es su perfil.
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Para poder responder sin dudar, para no tener que cuestionar, sucumbimos a la tentación de la certeza. Queremos respuestas rápidas y resolutivas porque estamos cansados, enfadados o asustados. La certeza es una forma rápida de zanjar una realidad compleja y difícil. El pensamiento en blanco y negro evita enfrentarse a la extraordinaria complejidad y ambigüedad de las relaciones y de las emociones humanas. La complejidad es siempre desordenada, pero a muchas personas les asusta el desorden y la ambigüedad: para muchos es sinónimo de error o de ignorancia y, por tanto, de debilidad. Por ello aplicamos nuestras certezas, aunque éstas simplifiquen la vida hasta deformar sus contornos.
Una forma muy corriente de reducir la complejidad es simplificar y caraturizar la intensidad, la profundidad o la complejidad de los hechos y de las emociones. Ocurre por ejemplo cuando reducimos cualquier disputa entre personas a etiquetas planas como el sexismo, el racismo o el fascismo, palabras tan sobreutilizadas y en contextos tan dispares y a veces absurdos que pierden su sentido y sólo significan eso: una negación, algo tajantemente excluyente. Es una trampa en la que caen determinados activistas o políticos, sobre todo al amparo de los sistemas políticos menos justos o más inmaduros, porque temen que cualquier concesión a la realidad desemboque en una pérdida de poder. La retórica reemplaza entonces al análisis y la resolución creativa de los conflictos.
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Inventar excusas no sería tan eficaz si no pudiésemos creernos nuestras propias mentiras. Uno de los mecanismos que nos facilita este proceso perverso es la autojustificación, de la que hablamos anteriormente.
Cuando la autojustificación se impone a la realidad, se dan las condiciones ideales para que se establezca la dinámica característica entre víctimas y verdugos: la víctima se pregunta qué ha hecho para mercer lo que le ha ocurrido y el verdugo justifica sus actos demonizando a la víctima. Es uno de los mecanismos más corrientes entre víctimas y verdugos de cualquier edad y condición: terroristas, padres que abusan de sus hijos, maltrato de género, acoso escolar.... En todos los casos las víctimas intentan comprender y justificar “por qué algo así me pasa a mí, que soy buena persona” mientras el verdugo o en el caso de acoso escolar no sólo el verdugo sino además la mayoría de niños que apoyarán al verdugo- justifica su ensañamiento o su desprecio proyectando sobre la víctima aquello que pueda justificar el daño que se le inflige.
No sólo somos presas del mecanismo de la autoojustificación. Las personas tienden a pensar de acuerdo a distintos sesgos cognitivos. Los sesgos cognitivos son el resultado de un comportamiento mental evolucionado: algunos son adaptativos, porque ayudan a tomar decisiones de forma más eficaz o más rápida; otros surgen porque fallan o faltan los mecanismos mentales adecuados, o porque un sesgo adaptativo se aplica en circunstancias equivocadas. Vivir presa de los sesgos cognitvos dificulta de forma notable el pensamiento crítico y la transformación creativa. Existen decenas de sesgos cognitivos: el sesgo de confirmación, por ejemplo, difumina cualquier dato que no cuadre con lo que deseamos creer; el sesgo de falso consenso es la tendencia a creer que la mayoría comparte nuestras opiniones y valores; el sesgo egocéntrico es la tendencia a creer que nuestra aportación a un proyecto colectivo ha sido determinante...
También pensamos en función de muchos mecanismos defensivos que consolidan el mecanismo básico de la autojustificación: la represión -una amnesia motivada-, la negación -el hecho de negar una memoria o una percepción real-, la proyección -atribuir a otra persona un rasgo que en realidad es nuestro-, la racionalización -atribuir estados mentales a razones engañosas-...
En general no nos enseñan los peligros de estos mecanismos innatos, sino que nos dejan enredarnos en sus trampas. Por ello es relativamente -y trágicamente- sencillo manipular a un colectivo: basta con que su pensamiento discurra a lo largo de un sendero marcado, jalonado por los latiguillos automáticos e incontestados en los que ha sido entrenado.
Los psicólogos sociales aconsejan, para evitarlos, vigilar lo que se denomina la pirámide de elecciones: tomamos en el inicio una decisión inconsecuente y la justificamos a medida que pasa el tiempo para reducir la ambigüedad de esta elección. Así podemos acabar lejos de nuestras intenciones o principios originales. Volver a recordar la razón original por la que realmente tomamos una decisión -o no la tomamos- ayuda a deshacer esta pirámide de autoengaños.
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Existe una tentación que mina nuestra capacidad innata de ayudar a los demás: la pasividad, que nos incita a mirar hacia otro lado, a no responsabilizarnos de lo que nos rodea o a delegar el cuidado de los demás en personas y organizaciones que, supuestamente, tomarán las decisiones acertadas por nosotros. No sabemos a ciencia cierta qué harán, pero esperamos que hagan algo.

Hay más en esto que la simple fuerza de la gota de agua perdida en el océano que lamentaba la madre Teresa, porque en realidad no sólo cuenta nuestra acción, sino que también cuenta el extraño poder que tiene el ejemplo que damos a los demás y que multiplica la influencia de nuestros actos. Los psicólogos llaman “elevación” al sentimiento de calidez y de emoción que nos provoca ser testigos de los actos compasivos y generosos de las demás personas. El altruismo ajeno conmueve y se contagia con facilidad.

Un truco perverso para quien sin embargo prefiera optar por la pasividad extrema: para ser pasivos sin darse apenas cuenta de ello, no se fijen en aquello que están ignorando o apartando de sus vidas. No piensen en ello, no lo miren siquiera. La falta de atención, deliberada o accidental, apaga la empatía humana.

Si el paso intermedio para despertar el altruismo es la empatía, es decir, la capacidad de sentir física y emocionalmente lo que siente el otro, ¿qué elementos impiden este mecanismo innato? Basicamente cualquiera que nos permita tomar distancia física, mental o emocional:
-La distancia física es característica de las nuevas tecnologías: todo parece virtual e incluso podemos “apagar” aquello que podría causar la emoción antes de que nos invada.
-La distancia mental significa simplemente no prestar atención. Para que la empatía fluya, un elemento importante es fijarse en el otro, dar tiempo a crear esa conexión emocional con otra persona. Los sociólogos hablan del trance urbano como de un elemento que apaga la empatía.
-La pertenencia a grupos sectarios, de índole ideológica, quese reúnen en torno a una idea o a un odio común y que utilizan el mecanismo de autojustificación para no sentirse mal con lo que hacen.
Delegar las responsabilidades en otros para sentirnos mejor. Hemos organizado una jerarquía social donde hemos asignado nuestras responsabilidades sociales a expertos y delegados para que ellos se ocupen en teoría de todo en nuestro lugar..

La frialdad: vivir sin emoción.
Cada vida está tejida por las emociones que la componen. Pueden ser emociones agresivas, resentidas y desconfiadas, o pueden ser emociones agresivas, resentidas y desconfiadas, o pueden ser emociones luminosas, generosas, curiosas, abiertas a la vida. Salimos con ellas al mundo.
Las crítica hacia la capacidad de ponerse en la piel de los demás surgen de un miedo ancestral a la emoción. Debido a una larga tradición que ha enfrentado la razón a la emoción, no scuesta combinarlas y equilibrarlas. Pero la emoción no tiene por qué ser irracional, no tiene por qué ser descontrolada ni subjetiva. De hecho, las emociones descontroladas no señalan emociones más plenas: delatan solamente emociones desordenadas.
Las críticas también surgen del miedo adicional a asumir demasiadas responsabilidades por la vida de los demás. Pero para aquellos que tienen, en cualquier sentido, la vida de los demás en sus manos -maestros, médicos, políticos, jueces, enfermeros...- la coherencia vital, personal y social, parece imprescindible.
En los países latinos sin embargo se valora sobre todo la vida desde el punto de vista familiar y personal: lo social parece cosa del gobierno, de normas impuestas para reprimir los intereses personales de cada uno.
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El anverso de la pereza es la creatividad, que canaliza los excesos de energía que derrocha el cerebro humano. De la pereza estática a la creatividad misteriosa y fluida.
Motivación, trabajo e inspiración son ingredientes corrientes en la creatividad.
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Desde el punto de vista evolutivo la belleza es un indicio de salud, eso sólo ya lo torna poderosamente atractiva para el cerebro humano. Pero la belleza al contrario de lo que pretendemos en nuestras sociedades tajantes y unidimensionales, no es sólo algo formal. La belleza también se expresa a través de la capacidad creativa, en la forma detallista de plasmar los sentimientos, en la capacidad de transformar el entorno... La belleza sugiere algo deseable o importante aunque sea misterioso. Lo capta y lo presenta de una forma concreta y estable, allí donde la mirada puede perderse y transportarse lejos de las limitaciones de la vida diaria. Allí es donde late todo el cerebro humano, no sólo su parte consciente.
Los humanos son creadores y consumidores ávidos de belleza.
La creatividad es una salida constructiva y creativa, tal vez la única disponible, ante el caudal imparable de la imaginación humana que necesita de forma regular abrir sus diques y fluir. Crear y disfrutar de la belleza debería formar parte del programa del desarrollo de la mente humana, sobre todo durante la infancia, en las escuelas, cuando estamos aprendiendo a interpretar el mundo.
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Sea cual sea el equlibrio exacto entre genética y entorno ¿por qué chirría hablar de la importancia suprema de la genética? En parte, porque aunque la genética sea como es un elemento determinante en el destino humano, ¿quién decide qué genética es superior a la otra? ¿Quién pone el listón? Una visión cerrada fue característica de una época de la vida muy jerarquizada, con normas de comportamiento y de excelencia determinados por unos pocos individuos; un mundo antiguo, autoritario, poblado por comunidades, minorías o mayorías, silenciosas, despreciadas y relegadas porque no encajaban en el estándar de excelencia imperante.
Esa perspectiva cambia cuando damos a cada forma de inteligencia y de creatividad su lugar en el mundo. La interacción produce riqueza aunque sea riqueza imprevisible, inesperada y a veces incluso deconcertante.
Hoy en día reconocemos a ciertas capacidades la necesidad de contar con un entorno que les permita florecer. Es el caso, por ejemplo, de la empatía. Con la creatividad ocurre como con la empatía: todos la tenemos, es sólo cuestión de grado. Tal vez porque la empatía beneficia de forma evidente a la mayoría, está adquiriendo ciertos privilegios en las redes sociales destinados a facilitar su desarrollo, hasta ahora sólo concedidos a las capacidades humanas, la creatividad también necesita un entorno dado y una educación determinada para que pueda cobrar vida.
Sin embargo, sigue oculta para la mayoría: las escuelas y las familias la ignoran a lo largo de años hasta que perece por inactividad. La puerta abierta a la creatividad tiende a intranquilizar a quienes no han cruzado del otro lado. En lugar de enseñar a nuestros hijos a cantar, cocinar, dibujar, amar e inventar hasta la extenuación, les asignamos un papel definido, seguro, plano.
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Vivir de forma creativa implica arriesgarse con la mezcla compleja y a veces inestable, clara y oscura, de la vida en toda su riqueza, en su abundancia y su generosidad. Incluso cuando la vida calla y descansa en silencio y terca soledad sigue brotando en alguna parte, escondida. Sólo hay que esperar y escuchar. Es la abundancia del verano antes de la cosecha, son los dones de la vida por llegar.
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