AJUSTE DE CUENTAS
Soledad y falta de convicción
JOHN MÜLLER
El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, fue al Congreso a anunciar cómo piensa refundar la economía española y se quedó absolutamente solo. Todos los grupos criticaron su Ley de Economía Sostenible por insuficiente o por propagandística (ayer se conoció el logotipo de la ley, que se publica aquí). Pero lo peor para Zapatero fue que su propio grupo parlamentario lo arropó mal y poco (tres magros aplausos en su discurso central). Un pésimo resultado para alguien que se reservaba el papel de Demiurgo, de dios refundador de la economía española.
Comparado con el preciso agit-prop que exhibe el Partido Popular en las gradas del Congreso, Zapatero estaba ayer en un páramo. Y esa sensación se acrecentó con la falta de convicción del presidente a la hora de la réplica, cuando le tocó hablar a capella de economía, sin la chuleta del discurso preparado, y se vio a las claras que las dos tardes de Jordi Sevilla fueron insuficientes. Zapatero no sabe de economía, no le gusta la materia y ya se ha aburrido de la crisis.
Esa falta de convicción le obligó a discursear sin mucho sentido. Donde tenía que mostrar brío, se le veía desganado. Donde tenía que ilusionar, decepcionaba. Donde había que ser riguroso, pasteleaba.
Llevaba media hora glosando su ley cuando el presidente cayó en la banalización de lo sostenible al anunciar otros ocho paquetes reformistas para 2010: en ese instante, cuando la reforma del Registro Civil pasó a ser pieza clave de la España sostenible, fue cuando muchos diputados tiraron la toalla y se fueron por un café. "Usted se enamoró del nombre de la ley antes de ver cuáles serían sus contenidos", le reprocharía después la canaria Ana Oramas.
Zapatero definió cuatro "reformas principalísimas" en torno a las que quiere concitar un consenso: reducir el peso del sector residencial en la economía, mejorar la educación y la innovación, reformar el sector energético y modernizar el entorno económico (favorecer a sectores emergentes, buena gestión del sector público, etcétera).
En esos ámbitos, lanzó dos ofertas reversibles, porque cuando la oposición quiso cogerlas, él las modificó sobre la marcha. Una fue sobre la reforma laboral, donde -después de colar la frase "el Gobierno no es mero espectador [del diálogo social]"- planteó que aplicará "la intensidad suficiente" para evitar que se diga que la falta de una reforma frustró el advenimiento de la España sostenible. En la réplica, daría marcha atrás y diría que el Gobierno "no está dipuesto a reducir el coste del despido". Mariano Rajoy le contestó que él no quiere reducir los derechos de quienes tienen trabajo, pero que el problema es el derecho al trabajo de los que no lo tienen o lo han perdido.
Éste fue uno de los pocos momentos en que los bancos socialistas parecieron animarse, pero el propio presidente se encargó de aquietarlos encarándose con Sánchez Llibre (CiU) y pidiéndole que presente una reforma del Estatuto de los Trabajadores. "Esto es hablar claro", dijo.
La segunda oferta tuvo que ver con el pacto energético, donde se mostró dispuesto a cambiar la política nuclear del Gobierno. Rajoy lo desechó tras acusarle de "abrir el diálogo y cerrar Garoña, modificar la regulación de las termosolares y presentar un nuevo borrador sobre el carbón". Zapatero intentó arrebatarle su adjetivo favorito al líder de la oposición afirmando que la decisión de fijar la vida útil de las centrales nucleares en 40 años era "previsibilidad", y que eso es bueno para los inversores. Nadie le siguió el juego.
Sánchez Llibre, Joan Ridao (ERC) y Josu Erkoreka (PNV) coincidieron en tildar la ley de "spot", "propaganda" y "globo publicitario". Al presidente le hirió esta consideración, pero sólo atinó a decir que si la propuesta se discutía en el Parlamento, no puede ser propaganda, argumentación muy poco convincente.
Hubo un incidente revelador que bien puede resumir el debate. En un momento, Zapatero dijo: "Ésta es nuestra concepción de la economía sostenible... nuestra apuesta ideológica". De un banco popular alguien replicó: "No es una apuesta...". Efectivamente, no se trataba de apuestas, sino de convicciones.
john.muller@elmundo.es
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