No quiero que te vayas
dolor, última forma
de amar. Me estoy sintiendo
vivir cuando me dueles
no en ti, ni aquí, más lejos:
en la tierra, en el año
de donde vienes tú,
en el amor con ella
y todo lo que fue.
En esa realidad
hundida que se niega
a sí misma y se empeña
en que nunca ha existido,
que sólo fue un pretexto
mío para vivir.
Si tú no me quedaras,
dolor, irrefutable,
yo me lo creería;
pero me quedas tú.
Tu verdad me asegura
que nada fue mentira.
Y mientras yo te sienta,
tú me serás, dolor,
la prueba de otra vida
en que no me dolías.
La gran prueba, a lo lejos,
de que existió, que existe,
de que me quiso, sí,
de que aún la estoy queriendo.
Pedro Salinas (Madrid, 1891, Boston, 1951)
Esto lo escribí yo misma un día para un amigo:
“El alma de mi amigo parece que ha renunciado a los recursos del lamento y del sarcasmo. Para expresarse exige una lengua fiel a los reflejos. Incluso sus dolores ocurren al margen de él y si es para quejarse los desplaza para hacerlos materia o cosa.
No ignora los consuelos de una existencia apaciguada y sin horizonte, imbuida de sus callejones sin salida, muy orgullosa de culminar en una derrota. Dejadle, pues, a su capricho.
Sólo así se puede entender que haya elegido la música y el arte, en toda su creación expresiva, como forma de dar salida a su espíritu.
Pero no le toméis como un vencido que se enternece sobre sí mismo, es su forma de enmascarar su vitalidad. Sus lágrimas encubren a menudo un propósito agresivo.
¡Que se queje, entonces!”
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