martes, 14 de diciembre de 2010

¿adónde vamos?

¿Adónde vamos? Siendo sibaritas del dolor habíamos concebido la dicha.
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¿Adónde quieres llegar, me pregunto?

Cuando todo funciona a teatro cerrado dentro de la institución, nadie puede salir del medio de esta comedia universal del mundo. La institución ya ha designado a sus súbditos y al rebelde, al loco y al excomulgado.

O ¿es que como los cristianos de las catacumbas buscas salir por las noches y en tu locura convertirte en un instigador, en las garras de un espíritu ardiente y un profeta, ese que estremecía al paraíso con sus interrogaciones sobre un dios justo?

En un espíritu ardiente encontramos la bestia de presa disfrazada; no podríamos defendernos demasiado de las garras de un profeta. Preferible una sabiduría de la existencia, incluso una sabiduría de humoradas como la de un Pirrón que la de un ser poseído por una creencia, donde la obsesión de la salvación vuelve la vida irrespirable, la pasión por un dogma, a eso no escapan los espíritus más intrépidos que contaminan las almas.

No escapan más que los escépticos porque no proponen nada, que intentan volver a una forma de estoicismo moral y que no vuelva a ceder su privilegio ante otros pensamientos demagógicos.

La idea de tolerancia ya no les resulta extraña, no se lanzan en manos de un excitante de una idea única. Metafísica para uso de monos.

Preferible es volver a la razón pero no a cualquier razón, a la Grecia que se llena de Tracia y de Fenicia, a los estoicos, por supuesto, incluso a los cínicos. A oriente también y a Pitágoras.

Con la llegada del cristianismo, el sabio dejó de ser un ejemplo; en su lugar comenzó a venerarse al santo, variedad convulsiva de aquél y por ello más accesible a las masas.

A pesar de su difusión y de su prestigio, el estoicismo continuó siendo el privilegio de los refinados, la ética de los patricios. Desaparecidos éstos, tenía que desaparecer él también. El culto de la sabiduría iba a eclipsarse por mucho tiempo, casi podría decirse que para siempre.

En cualquier caso, no se encuentra en ninguno de los sistemas modernos, todos ellos concebidos no tanto por anti-sabios como por no-sabios.
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Y ¿qué pasa ahora? ¿Adonde queda el cuerdo, el ser sosegado y con un espírtu iluminado, dónde quedó el estoicismo, una sabiduría para seres cultivados en el arte de la serenidad?
Y ¿adónde piensas llegar ahora? Y yo ¿qué puedo hacer?, dime si te puedo esperar, dame alguna razón para estar aquí, para seguirte. Dime cómo he de escucharte.

No tengo más remedio que cultivar mi claridad de criterios, últimamente, todo me viene parece que disfrazado con otro aspecto. Me quieren volver loca, eso es lo que me temo. E intento hacer todo lo posible por estar cuerda.
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En todo caso, la providencia ya nunca nos será ajena y no tendremos que esperar a que la institución suscite profetas según su arbitrio: estamos en situación de serlo todo si trabajamos lo bastante, aunque no de meros hechos puntuales sino de la idealidad concreta.

 Hemos elegido desaparecer no por nuestras obras, sino por nuestros silencios: nuestro futuro se lee en la risotada de nuestros rostros, en nuestros rasgos de profetas mortecinos y afanosos.

 A lo máximo, habíamos concebimos la dicha; nunca la felicidad, privilegio de las civilizaciones fundadas sobre la idea de salvación pero sobre la negativa a saborear sus males, a deleitarse en ellos; y no como sibaritas del dolor, retoños de una tradición masoquista.

Dime que es así, que habíamos concebido la felicidad...


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La percepción del drama misógino de Kierkegaard y el complejo de paternidad

La misoginia kierkegaardiana inducida por el desvalimiento y no por la prepotencia, nos hace que la contemplemos de un modo menos insolente.

La percepción del drama misógino de Kierkegaard está atenazado por la fobia hacia la paternidad u horror a hacer nacer que es no querer haber nacido.

Ante esta fobia es tentado de abandonarse a la filia del seductor por el “instante” y salvarse de esta manera del aprisionamiento en el engranaje infernal de las generaciones, tensión que el pensador danés resolvería a través del “amor cortés” entendido como una forma de muerte en vida que es abiertamente comprensiva y hasta se diría que simpacética.

Después de todo los mitos kierkegaardianos tienen en común el ser personajes “a-genealógicos” o “anti-genealógicos”, como lo atestiguan su Fausto, su Don Juan e incluso su Abraham, por no hablar de su Antígona, cuya interpretación contrasta con la cínicamente patriarcal debida a Hegel.

Y en tanto que precursor no ya del existencialismo de un Sartre sino de un “nominalismo” cabría considerarlo un autor predilecto aquí.

Por tanto, es producto como también Freud supo vislumbrar de un complejo de “paternidad” y un complejo genealógico, es algo todavía más complicado que todo lo que se reduce a una mera neurosis sexual, está intrincado con el ser y con los lazos genealógicos de la cultura.

La separación de la madre y el “otro” del hijo existe mucho antes de que adquiera sentido por el “lenguaje”, que es la instancia de separación que le atribuye el psicoanalisis, que en realidad es la instancia paterna.

Mientras que el único modo de constituirse el sujeto en el imaginario cultural, es decir, a través de la pérdida del paraíso, expulsión o exclusión traumatizante, conflicto de Edipo, etc, no es que sean del todo falsos pero son los únicos modos que sobrevienen al concebir el advenimiento del lenguaje y ante la instancia de un tercero.

Todo ello nos lleva a preguntar ¿por qué tan singular ceguera en todo cuanto se refiere a la relación de la madre con el hijo y a la relación y el conflicto con la paternidad que queda anulado en una instancia abstracta? Hay un conflicto cultural y genealógico, que como en el caso de Kierkegaard le lleva a huir hacia una sexualidad indefinida, tal vez femenina, una genealogía sin vínculos, a-cultural.
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