Cultivar la sexualidad no consiste en procrear un hijo (más), sino en transformar la energía sexual para hacer fecunda y agradable la convivencia con los demás.
La sociedad no debería exigir inhibir sus deseos sexuales, anularlos o anegarlos, mantenerlos en la infancia o en la animalidad, sino integrarlos en una subjetividad individual y colectiva capaz de respetarse, a las personas de su sexo y a las del sexo otro, al conjunto del pueblo, de los pueblos.
¡Aún estamos muy lejos! Apelar a la enfermedad para resolver nuestros problemas, destruir toda subjetividad como se rompe un juguete o una cultura por despecho o impotencia responde a gestos sexuales ingenuos y poco responsables.
Sé que resulta difícil imaginar hasta qué punto los comportamientos que ocupan la mayor parte de las declaraciones políticas, que regulan las actitudes llamadas cívicas, que malgastan enormes capitales, que contaminan nuestro medio por razones de seguridad militar, que amenazan en este momento nuestras vidas y nuestra salud física y moral, sean curiosos juegos sexuales entre hombres.
Por desgracia, forman nuestro horizonte desde hace siglos. Desgraciadamente también nuestras culturas están habituadas a destruir todo lo concerniente a la vida en sus conquistas. Es curioso cómo este tipo de economía recuerda a la descrita por Freud como economía sexual masculina: tensión, descarga y vuelta a la homoestasia. Es el tipo de economía que dicta la ley en todo lugar, en todo tiempo, la que directa o indirectamente nos enferma, incluso a través de la ciencia médica.
Una forma de salir de esta atmósfera cultural relacionada con una sexualidad considerada única y masculina (¡neutra, en el mejor de los casos!) consiste ciertamente en educar de forma distinta a los muchachos para modificar así el comportamiento social de los hombres.
La medida me parece tanto más necesaria cuanto que la denuncia constante de la guerra, por ejemplo, va unida a la proliferación de juegos y juguetes bélicos, de imágenes y de comportamientos civiles agresivos, que no contribuyen a la transparencia o a la paz espirituales, ni en los niños ni en los adultos.
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