La paradoja histórica que cabe detectar en todo esto es que es precisamente durante los periodos en que las nuevas tecnologías están cambiando sustancialmente la economía y la sociedad -como el vapor en la década de 1840 y la tecnología de la información en la de 1990- cuando los economistas dan nuevo pábulo a las teorías basadas en el comercio y el trueque en las que la tecnología y los nuevos conocimientos no tienen lugar. Cabría decir, haciéndose eco de Friedrich List que confunden al portador del progreso, el comercio, con su causa, la tecnología. Paradójicamente, lo mismo se podría decir de la teoría del desarrollo económico de Adam Smith, quien no parecía percibir que a su alrededor se estaba produciendo una Revolución Industrial cuando la formuló.
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Éste es el punto clave en el que se desvía la actual economía estándar, descendiente de la “era del comercio” de Adam Smith, de la economía basada en la producción a la que me referí anteriormente como el Otro Canon, descendiente de la economía continental europea (en particular alemana) y estadounidense. La teoría moderna del comercio internacional, tras ignorar la importancia de la tecnología y la producción, como he dicho antes, insiste en que el libre comercio entre una tribu del Neolítico y Silicon Valley tenderá a enriquecer a ambas partes. La teoría del comercio del Otro Canon, por el contrario, insiste en que el libre comercio no beneficiará a ambas partes hasta que hayan alcanzado la misma etapa de desarrollo.
Al suponer que es el capital, más que la tecnología y los nuevos conocimientos, la fuente del crecimiento, enviamos dinero a unos países de África todavía preindustriales, sin atender a que ese capital no puede ser invertido rentablemente. Hace cien años los economistas alemanes y estadounidenses habrían entendido que la causa de la pobreza en África en su modo de producción, esto es, su ausencia de un sector industrial más que la falta de capital per se. Como juzgaban tanto el conservador Schumpeter como el radical Marx: el capital es estéril sin oportunidades de inversión, que provienen esencialmente de las innovaciones y nuevas tecnologías. Los economistas estadounidenses y alemanes de hace cien años también entendían las sinergias, y que sólo la presencia de la industria hacía posible la modernización de la agricultura.
Los textos estándar de economía no tienen en cuenta que las diferencias tecnológicas dan lugar a enormes variaciones en la actividad económica y por consiguiente también crean oportunidades muy diferentes para añadir capital al trabajo de una forma potencialmente rentable. La primera revolución industrial se produjo esencialmente en la producción de tejidos de algodón Los países sin ese sector industrial -las colonias- no tuvieron revolución industrial. Todos entienden la importancia de la revolución industrial, per la teoría del comercio internacional de Ricardo pretende convencernos de que las tribus de la Edad de Piedra se harían tan ricas como los países industriales con tal que adoptaron el libre comercio. No estoy presentando un espantajo fácil de combatir; como muestra la cita del primer secretario general de la OMC Renato Ruggiiero en la Introducción, ésta fue de hecho la concepción que configuró el orden económico mundial después del final de la Guerra Fría.
La idea fundamental aquí -que un producto acabado puede costar entre diez y cien veces el precio de las materias primas que se precisan para producirlo- volvió a aparecer recurrentemente durante siglos en la literatura europea sobre política económica. Entre la materia prima y el producto acabado hay un multiplicador: un proceso industrial que exige y crea conocimiento, mecanización, tecnología, división del trabajo, rendimientos crecientes y -sobre todo- empleo para las masas de subempleados y desempleados que siempre caracteriza a los países pobres. Hoy día, los modelos económicos del Banco Mundial suponen que en los países subdesarrollados existe pleno empleo aunque en algunos lugares menos del veinte o treinta por 100 de la fuerza de trabajo tenga lo que llamamos un “empleo”. En otros tiempos la gente dedicada a la política económica reconocía la magnitud del desempleo, del subempleo y del vagabundeo mendicante, y entendía que el trabajo necesario para transformar la materia prima en productos acabados aumentaría la riqueza de las ciudades y las naciones. La cuestión principal, no obstante, era que las actividades económicas que surgen cuando se trata la materia prima para convertirla en productos acabados obedecen a leyes económicas distintas que la producción de materias primas. El “multiplicador de la industria” era la clave tanto para el progreso como para la libertad política.
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A finales del siglo XV se crearon dos instituciones distintas pero con propósitos similares: la protección de los nuevos conocimientos mediante las patentes y la transferencia de esos conocimientos a nuevas áreas geográficas mediante la protección arancelaria.Ambas se basaban en el mismo tipo de pensamiento económico: la creación y difusión geográfica de nuevos conocimientos mediante la instigación de una competencia imperfecta. Una parte indispensable de ese proceso de desarrollo eran las instituciones que “alteran los precios” con respecto a lo que el mercado habría hecho abandonando a sus propias fuerzas: las patentes que creaban un monopolio temporal para nuevos inventos y los aranceles que distorsionaban los precios para los productos manufacturados y permitían que se establecieran nuevas tecnologías y nuevas industrias lejos del lugar donde fueron inventadas.
Esos inventos e innovaciones se crearon de una forma que los mercados, por sí solos, nunca habría podido reproducir. La política económica actual y las instituciones de Washington defienden vigorosamente sólo una de esas instituciones -las patentes que crean flujos de renta cada vez mayores hacia los países más ricos- mientras que prohíben enérgicamente los instrumentos que permitirían la propagación geográfica de la competencia imperfecta en forma de nuevas industrias a otros países. Se acepta la protección de la competencia imperfecta en los países ricos, pero no en los pobres, y esto es lo que hemos denominado “duplicidad de hipótesis” de la teoría económica: en casa se utilizan teorías diferentes a las que se permiten en el Tercer Mundo, siguiendo la vieja pauta colonial. El juego del poder económico siempre da lugar a la misma regla de oro: el que tiene el dinero es el que hace las reglas.
Los países ya ricos podían permitirse una política muy diferente a la de los países todavía pobres. De hecho, una vez que un país se había industrializado sólidamente, los mismos factores que requerían una protección inicial -conseguir rendimientos crecientes y adquirir nuevas tecnologías- ahora requerían más mercados internacionales y más grandes para desarrollarse y prosperar. La protección industrial lleva consigo la semilla de su propia destrucción: cuando tiene éxito, la protección que se requirió inicialmente se hace contraproducente. Como decía un anónimo viajero italiano acerca de Holanda en 1786: “Los aranceles son tan útiles para introducir las artes (esto es, la industria) en un país, como dañinos son una vez que éstas se han establecido”. Ahí está la clave para entender como un proceso el establecimiento del libre comercio. Una vez más, esa enseñanza se ha olvidado en la teoría económica que actualmente se aplica en muchos países del mundo.
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