Los beneficios que la iniciativa empresarial aporta a la sociedad son en realidad un efecto secundario no intencionado del afán de enriquecerse del empresario. Quienes obtienen beneficios introduciendo nuevas tecnologías son mucho más importantes para un país que el naviero que posiblemente obtuvo mayores ganancias manteniendo con vida la construcción de veleros. Se trata de los mismos principios que aplicó Enrique VII de Inglaterra cuando llegó al poder en 1485 y que se han podido observar en países como Irlanda y Finlandia durante los últimos veinte años.
Las explosiones de productividad y el aumento extremadamente rápido de ésta en determinado sector industrial actúan como catapultas, elevando rápidamente el nivel de vida. Sin embargo, éste puede mejorar de dos formas diferentes: porque recibimos salarios más altos o porque las cosas que compramos nos cuestan menos. Cuando nos hacemos más ricos porque los precios caen, hablaré de modelo “clásico”, porque ésa es la única cosa que los economistas neoclásicos suponen que sucederá. En realidad, el panorama es más complicado. Podemos llamar “difusivo” al modelo alternativo, porque en él los frutos del desarrollo tecnológico se dividen entre: a) empresarios e inversores, b) trabajadores, c) el resto del mercado laboral local, y d) el Estado, gracias a la base impositiva más amplia. Todo esto exige un examen más detallado.
a) El auténtico incentivo para las inversiones que conducen al aumento de la productividad será en general el beneficio que se puede obtener, por lo que tenemos que suponer que una parte del aumento de productividad se retirará bajo esa forma. Los primeros empresarios afortunados suelen obtener elevados beneficios, que más adelante se reducen al afluir a ese nuevo campo numerosos emuladores.
b) Igual que en el ejemplo de la transición de la vela al vapor, parte del aumento de productividad dará lugar a salarios más altos para los empleados del sector. Esto se puede deber al hecho de que las nuevas habilidades necesarias son escasas, o al poder de los sindicatos. A veces, como cuando Henry Ford duplicó los salarios de sus obreros en 1914.
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la zona entre las líneas de puntos es aquella en la que el cambio tecnológico tiene el mayor potencial para aumentar el nivel de vida de un país. El nivel salarial en las dos últimas colonias internas de Europa -Irlanda y Finlandia- se ha visto catapultado por los cambios tecnológicos durante los últimos veinte años, cuando esos dos países se lanzaron adelante, liderando al resto, por la curva de aprendizaje de decrecimiento extremadamente rápido de las tecnologías de la información y de la comunicación. Lo que debemos entender es que es imposible alcanzar semejante aumento salarial basándose en empresas con curvas de aprendizaje planas. Las declaraciones que señalan a determinado país como “la Irlanda de tal o cual región” no son más que demagogia vacía a menos que se pueda domeñar e internalizar una importante curva de aprendizaje en el momento de rápido decrecimiento, como sucedió en Irlanda y Finlandia. El crecimiento económico depende de la actividad, en el sentido de que en cada momento son pocas las actividades económicas.
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En Estados Unidos, durante el siglo XIX, los obreros inmigrantes irlandeses defendían encarnizadamente el “sistema industrial americano”, basado en una rigurosa protección que permitiera al país industrializarse. Recordaban que a Irlanda le habían robado su industria, y no querían que su nuevo país se viera sometido al mismo trato por Inglaterra (que protestó con vehemencia contra la industrialización estadounidense durante más de un siglo). Habría sido como prohibir a Silicon Valley exportar electrónica durante la década de 1990. En 1699 se le había impedido a Irlanda emular a Inglaterra; ahora, en 1989, el país se cobró su venganza mediante la adopción de una estrategia para conquistar la que se iba a convertir en la tecnología mundial dominante durante las décadas siguientes, esto es, la tecnología de información, y efectivamente se produjo una explosión productiva que catapultó los niveles salariales nacionales por encima de los de la antigua potencia colonial. Quizá esté atribuyendo demasiada importancia a este episodio, pero hay algo de épico en el contraste entre la prohibición a la Irlanda colonial en 1699 del uso de la tecnología más importante de la época -la producción de paños de lana- para la exportación, y su éxito tres siglos después en la tecnología más avanzada de nuestra época, la tecnología de la información.
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En 1983 me trasladé junto con mi familia de Italia a Finlandia -otro país que como Irlanda siguió una política de sustitución de importaciones muy similar a la de Latinoamérica-, con el fin de crear allí una empresa industrial. Una de las razones por las que quería establecerme en Finlandia era la protección arancelaria ofrecida allí a los productores del país; sin embargo, como supuesto inversor extranjero en la industria finlandesa necesitaba un permiso del Ministerio de Industria, que no me lo concedió hasta que hubo consultado con mis potenciales clientes en Finlandia, los tres grandes fabricantes de pinturas, prohibiendo además específicamente a mi empresa actividades en las que pudiera competir con las compañías finesas existentes. Como mi fábrica quedaba fuera de las áreas de mayor presión económica, me concedieron el mismo tipo de incentivos que se ofrecían a las empresas industriales que se establecían en Irlanda por aquella época. Típicamente, el paquete de subvenciones ofrecía al propietario de la fábrica su construcción prácticamente gratis, además de un subsidio que rondaba el treinta por 100 de los costes salariales el primer año, el veinte por 100 el segundo y el diez por 100 el tercero. Ahora todo un ejército de economistas bien pagados pretenden hacer creer al mundo que el éxito de Irlanda y Finlandia se debió únicamente a “la magia del mercado”.
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