miércoles, 13 de enero de 2010

¿está el miedo en la raíz de la ausencia de amor?

¿está el miedo en la raíz de la ausencia de amor?



No es la muerte lo que nos iguala con el resto del mundo, sólo nos iguala el amor cuando surge y desarma.

Dido, el Sr. Rochester, Heathclif, Lady Macbeth, Madame Bovary, Anna Karenina o Werther, todos estos héroes y heroinas de novelas pasaban sin excepción de ser personas sobradas que creían que lo tenían todo a constatar de la noche a la mañana que nada de lo suyo les importaba. Parecía una locura. Una frase descubierta al hilo de mis lecturas confirmó mis sospechas: “Un seul être vous manque et tout est dépeuplé”, aseguraba el poeta Lamartine. La ausencia de un solo ser -¡un solo ser!- podía vaciar el mundo entero de contenido y de sentido.

Pero esto me pareció un perfecto dislate que confirmaba la deriva mental de mis personajes atormentados, con la de personas que hay en el mundo, yo musitaba tónita, o se me escapa el fondo de la cuestión o aquello no tenía sentido.

Pero es que solo se puede comprobar en carnes propias y cuando te enamoras no a medias, ni con cordura y ternura, sino como un estruendo y a lo grande, entonces es cuando se hace el más profundo ridículo casi hasta perder la razón. El mundo se queda absolutamente en nada. A día de hoy todavía no entiende este extraño fenómeno pero lo cierto es que nada ni nadie puede consolarte. Lamentablemente sólo atinamos a repetir el triste espectáculo literario de nuestras novelas, que me habían dejado tan perpleja: amor, desamor, plegarias, deseos, espera, frustración y una tristeza infinita, no por la fuerza de la enfermedad o de la muerte, no porque el destino me hubiese arrancado de la unión perfecto, no, sino porque él cambió de opinión, y no me quiso, aunque tardase tiempo en admitirlo. Como advertían aquellas novelas universales, no reparamos en detalles mezquinos y amé donde no me amaban, sin razón aparente y por un tiempo inmisericorde, me torné insegura, dependiente, pálida y desgraciada. Los clásicos habían acertado.

Pudiéramos hablar aquí de las raíces evolutivas del amor, de su perfilo biológico, de sus efectos fisiológicos, de su procedencia, sus manifestaciones física, mentales y culturales y su previsible temporalización. O describir las etapas evolutivas del amor, para explicar que a veces deseamos cubrir un instinto maternal o cumplir un designio reproductor. Sobre ello han hablado con gran maestría psiquiatras y médicos.

En Occidente pretendemos que la disección del amor es suficiente para explicar la esencia, pero de momento ni la biología explica el misterio de la vida ni la disección de la vida revela su esencia, sino que sólo describe el fenómeno, así como el análisis evolutivo del amor.

Pero dónde está el amor, dónde podemos encontrarlo.

Cuando no elegimos el amor, cuando olvidamos o rechazamos darle forma, calla hasta volverse invisible, cuando lo esperamos de manera pasiva, sólo se manifiesta por su áspera ausencia. Sólo necesita que lo materialicemos, que lo expresemos, que lo manifestemos de forma palpable, es una elección visible, deliberada.

Porque el amor está en todas partes, más tenaz y corriente que la materia, sólo que callado e invisible, a la espera de que alguien o algo le diese raíces y alas.

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En el mundo solo cuenta el amor, aunque manifestemos tan poco amor. Es una intuición que casi todos llevamos dentro, tenaz y callada.

Sin embargo, querrán que les diga que a pesar de todo, a pesar de los atropellos, de la mezquindad, de las traiciones y de la maldad, de las tropelías, los asesinatos, el desprecio y las mentiras, a pesar del desamor y de la falta de atención, de los abusos físicos, de las violaciones, de las aberraciones y de las mutilaciones, del castigo y del puñetazo, a pesar del odio y del conflicto, querrán que les diga que en este mundo sólo cuenta el amor.

Gandhi predicó la total fidelidad a los dictados de la conciencia y la convicción de que la violencia sólo podía derrotarse por la no violencia: “Cuando me siento desesperado, recuerdo que a lo largo de la historia el camino de la verdad y del amor siempre han ganado. Ha habido tiranos y asesinos y por un tiempo parecen invencibles, pero al final siempre caen; piénsalo, siempre”. Gandhi soportó burlas, desprecios, violencia y encarcelaciones a lo largo de gran parte de su vida, pero las sobrellevó con enorme dignidad y entereza. “Primero te ignoran. Luego se ríen de ti. Después te atacan. Entonces ganas”, decía.

¿Está el miedo en la raíz de la ausencia de amor? El miedo a no tener lo suficiente, a tener que arrebatar para conseguir algo, a la soledad, a los cambios y la inseguridad, a las pérdidas, a la tristeza, al desamor.... Marianne Franke-Gricksch asegura: “El miedo forma parte de nuestras vidas. Esto ocurre porque hemos sido separados: de nuestras madres, de nuestros padres, del conocimiento y, por encima de todo, del amor”. La psiquiatra suizo-alemana Elizabeth Kübler-Ross también habló extensamente del miedo y lo opuso a la necesidad universal y fundamental que tienen los seres humanos de recibir, y de ofrecer, amor, algo que ninguna máquina, ninguna posesión, ninguna distracción ni ningún especialista pueden reemplazar. Aseguraba que “...tenemos que enseñar a nuestros hijos desde el principio que son responsables de sus vidas. El mayor don de los humanos puede también ser su peor maldición, la libertad de elección. Podemos elegir en función del amor o del miedo”.

El amor no es un comportamiento aprendido: es una necesidad profunda e instintiva. En cambio cómo saciamos esta necesidad, a través de qué complejas redes de lealtades y responsabilidades recíprocas, sí es una conducta aprendida que determinará la naturaleza y la esencia de nuestros vínculos de afecto. Si no son satisfactorios, construiremos estrategias compensatorias para no sentir la soledad humana, aunque ésta quedará acentuada por los límites estrechos de la red afectiva que pretendemos acotar.

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“Inocencia radical”, de Elsa Punset






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No es la muerte lo que nos iguala con el resto del mundo, sólo nos iguala el amor cuando surge y desarma.

Dido, el Sr. Rochester, Heathclif, Lady Macbeth, Madame Bovary, Anna Karenina o Werther, todos estos héroes y heroinas de novelas pasaban sin excepción de ser personas sobradas que creían que lo tenían todo a constatar de la noche a la mañana que nada de lo suyo les importaba. Parecía una locura. Una frase descubierta al hilo de mis lecturas confirmó mis sospechas: “Un seul être vous manque et tout est dépeuplé”, aseguraba el poeta Lamartine. La ausencia de un solo ser -¡un solo ser!- podía vaciar el mundo entero de contenido y de sentido.

Pero esto me pareció un perfecto dislate que confirmaba la deriva mental de mis personajes atormentados, con la de personas que hay en el mundo, yo musitaba tónita, o se me escapa el fondo de la cuestión o aquello no tenía sentido.

Pero es que solo se puede comprobar en carnes propias y cuando te enamoras no a medias, ni con cordura y ternura, sino como un estruendo y a lo grande, entonces es cuando se hace el más profundo ridículo casi hasta perder la razón. El mundo se queda absolutamente en nada. A día de hoy todavía no entiende este extraño fenómeno pero lo cierto es que nada ni nadie puede consolarte. Lamentablemente sólo atinamos a repetir el triste espectáculo literario de nuestras novelas, que me habían dejado tan perpleja: amor, desamor, plegarias, deseos, espera, frustración y una tristeza infinita, no por la fuerza de la enfermedad o de la muerte, no porque el destino me hubiese arrancado de la unión perfecto, no, sino porque él cambió de opinión, y no me quiso, aunque tardase tiempo en admitirlo. Como advertían aquellas novelas universales, no reparamos en detalles mezquinos y amé donde no me amaban, sin razón aparente y por un tiempo inmisericorde, me torné insegura, dependiente, pálida y desgraciada. Los clásicos habían acertado.

Pudiéramos hablar aquí de las raíces evolutivas del amor, de su perfilo biológico, de sus efectos fisiológicos, de su procedencia, sus manifestaciones física, mentales y culturales y su previsible temporalización. O describir las etapas evolutivas del amor, para explicar que a veces deseamos cubrir un instinto maternal o cumplir un designio reproductor. Sobre ello han hablado con gran maestría psiquiatras y médicos.

En Occidente pretendemos que la disección del amor es suficiente para explicar la esencia, pero de momento ni la biología explica el misterio de la vida ni la disección de la vida revela su esencia, sino que sólo describe el fenómeno, así como el análisis evolutivo del amor.

Pero dónde está el amor, dónde podemos encontrarlo.

Cuando no elegimos el amor, cuando olvidamos o rechazamos darle forma, calla hasta volverse invisible, cuando lo esperamos de manera pasiva, sólo se manifiesta por su áspera ausencia. Sólo necesita que lo materialicemos, que lo expresemos, que lo manifestemos de forma palpable, es una elección visible, deliberada.

Porque el amor está en todas partes, más tenaz y corriente que la materia, sólo que callado e invisible, a la espera de que alguien o algo le diese raíces y alas.

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En el mundo solo cuenta el amor, aunque manifestemos tan poco amor. Es una intuición que casi todos llevamos dentro, tenaz y callada.

Sin embargo, querrán que les diga que a pesar de todo, a pesar de los atropellos, de la mezquindad, de las traiciones y de la maldad, de las tropelías, los asesinatos, el desprecio y las mentiras, a pesar del desamor y de la falta de atención, de los abusos físicos, de las violaciones, de las aberraciones y de las mutilaciones, del castigo y del puñetazo, a pesar del odio y del conflicto, querrán que les diga que en este mundo sólo cuenta el amor.

Gandhi predicó la total fidelidad a los dictados de la conciencia y la convicción de que la violencia sólo podía derrotarse por la no violencia: “Cuando me siento desesperado, recuerdo que a lo largo de la historia el camino de la verdad y del amor siempre han ganado. Ha habido tiranos y asesinos y por un tiempo parecen invencibles, pero al final siempre caen; piénsalo, siempre”. Gandhi soportó burlas, desprecios, violencia y encarcelaciones a lo largo de gran parte de su vida, pero las sobrellevó con enorme dignidad y entereza. “Primero te ignoran. Luego se ríen de ti. Después te atacan. Entonces ganas”, decía.

¿Está el miedo en la raíz de la ausencia de amor? El miedo a no tener lo suficiente, a tener que arrebatar para conseguir algo, a la soledad, a los cambios y la inseguridad, a las pérdidas, a la tristeza, al desamor.... Marianne Franke-Gricksch asegura: “El miedo forma parte de nuestras vidas. Esto ocurre porque hemos sido separados: de nuestras madres, de nuestros padres, del conocimiento y, por encima de todo, del amor”. La psiquiatra suizo-alemana Elizabeth Kübler-Ross también habló extensamente del miedo y lo opuso a la necesidad universal y fundamental que tienen los seres humanos de recibir, y de ofrecer, amor, algo que ninguna máquina, ninguna posesión, ninguna distracción ni ningún especialista pueden reemplazar. Aseguraba que “...tenemos que enseñar a nuestros hijos desde el principio que son responsables de sus vidas. El mayor don de los humanos puede también ser su peor maldición, la libertad de elección. Podemos elegir en función del amor o del miedo”.

El amor no es un comportamiento aprendido: es una necesidad profunda e instintiva. En cambio cómo saciamos esta necesidad, a través de qué complejas redes de lealtades y responsabilidades recíprocas, sí es una conducta aprendida que determinará la naturaleza y la esencia de nuestros vínculos de afecto. Si no son satisfactorios, construiremos estrategias compensatorias para no sentir la soledad humana, aunque ésta quedará acentuada por los límites estrechos de la red afectiva que pretendemos acotar.

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“Inocencia radical”, de Elsa Punset


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La muerte no nos iguala lo que nos iguala es el amor.



La muerte de Isolda, genialmente escenificada por Wagner, es una ascensión, de ahí que sea impensable representarse, al término mismo de la ópera, a Isolda “cayendo” en el suelo: Isolda asciende a través de oleajes de sublime voluptuosidad hacia el espacio-luz, a modo de mariposa de fuego, cual si fuera un ascua ardiendo. La muerte de amor sugiere por eso el término Consumación y sólo puede ser simbolizada por la llama.
No todas las muertes son iguales y es falsa la idea, hoy muy prestigiada -por lo menos desde Hegel- de que la Muerte nos constituye a todos por igual, en tanto es lo que todo lo iguala, la suprema abstracción, lo que nivela y, si vale decirlo así, lo que “generaliza” todas las cosas. Ya Heráclito sugería que nada tiene que ver la muerte del que muere en el combate y la de que muere de enfermedad. Y bien, la muerte de Tristán e Isolda, querida, deseada, gozada, que es propiamente la culminación de la pasión, debe diferenciarse diametralmente de otras situaciones que traen a la boca también la palabra “muerte”, con las que nada guarda o casi nada en común.
Podría decirse, pariodando a Heidegger,que el sujeto pasional difiere del Dasein de este filósofo en que no se resuelve a ser en el horizonte de la nada desvelada por la muerte sino en el horizonte del ser que, en toda su fuerza y poder, es desvelado por una pasión vencedora de la muerte en la misma medida en que trama relación intrínseca con ella. La nada es revelada ciertamente en la pasión que la incorpora y la hace suya, pero asímismo le da otra forma y figura, la transforma y la transfigura. O dicho en toda su pregnancia teológica: la nada es redimida, y por consiguiente lo es también la muerte. De este modo queda transmutado el sentido espontáneo y obvio de estos términos, siendo la muerte de amor verdadera vida, siendo entonces muerte, en el sentido negativo y pavoroso que este término sugiere, la “muerte en vida”, la muerte de quien deja de vivir, la muerte del que deja de padecer, de sufrir, de amar: la muerte del sujeto pasional, la muerte de la pasión.
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Tratado de la pasión de Eugenio Trías


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